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Atmósferas

Por Fran Cano - Febrero 02, 2017
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Atmósferas
La puerta de la casa del Santo Custodio en Hoya del Salobral (Noalejo).

Hay bullicio. Hay tanta gente concentrada junto a la puerta de la que fue la casa del curandero popular Ángel Custodio que empiezo a notar algo extraño, cierta incomodidad que se manifestará más tarde. Es el día del santo, fallecido hace más de medio siglo, y Hoya del Salobral (Noalejo) recibe a decenas de creyentes.
La puerta de la casa solo se abre los domingos. Mi pareja quiere entrar. Quiere que la acompañe. Yo soy más reacio, porque en poco tiempo el número de gente concentrada junto a la puerta es sensiblemente menor al que puedo ver ya dentro.
Hay personas que conozco. Otras son de municipios próximos a la pedanía de Noalejo. El día es estupendo, con un sol increíble que caldea el fin de la primavera.
—Fran, entra —me invita mi chica desde dentro.
Y entro. Hay una mujer enferma. Lleva un pañuelo que esconde la pérdida del cabello. Camina en busca de las escaleras para subir al primer piso. Allí está el altar en honor de Custodio. Un hombre mayor entrado en carnes rige las visitas al piso de arriba. Lo hace con los brazos detrás de la espalda, mientras departe con quienes aguardan el momento. Parece un buen hombre. Dentro, la gente habla, y yo repaso los cuadros que vi hace más de una década, acompañado por mi familia, en las paredes de estética rocosa. Sigue intacta la fotografía del Ángel Custodio niño montado en un caballo de cinco patas. La habitación principal, el bajo, es estrecho, y es inevitable cruzar miradas, compartir palabras y silencios. Antes de que nos toque subir al altar, algo cambia. Ya no soy un mero observador ni un testigo de la empatía del resto hacia Custodio. Ahora me siento incómodo. Muy incómodo. Y abandono la casa.
Me lo explico con torpeza. Es la concentración del sufrimiento en un espacio pequeño. Es la fe que tú no tienes, y este sitio puede ser una grieta en tus convicciones objetivistas. Pero si no albergas creencia espiritual, ¿por qué ese pronto?

Es casi medianoche. El cementerio de Frailes está iluminado. Me gusta visitar las tumbas de mis familiares el Día de Todos los Santos. A los pocos pasos de entrar, por la puerta de arriba, descansan los restos mortales de mis abuelos paternos. Después de visitarlos, colocar flores en las tumbas, encender alguna vela, repasar las fechas de nacimiento y defunción de ambos, camino hacia el interior del camposanto, rodeado de vidas que fueron.
Hay una tumba que visito por inercia. Es toda blanca, con fotos de un hombre y una mujer. El hombre es el padre de ella. La foto de él es muy antigua, en blanco y negro. La de ella sí es en color. La mujer es la madre de mi mejor amigo. Nunca recuerdo con exactitud la ubicación de la tumba blanca, pero, año tras año, llego tras algunos rodeos titubeantes. Cuando estoy delante, me paro. Son apenas dos o tres minutos. No siento nada intenso ni me quiebro. Sólo me planto ahí con naturalidad aguantando el frío. Hace años, esa mujer solía colarse en mis sueños.

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