La cartera y la suerte
Estoy pesado entre el sueño y la vigilia.
Estoy medio dormido en el autobús, y en el asiento de al lado tengo la mochila azul y negra Kappa, donde guardo la Mac, una libreta y algunas hojas sueltas. En el bolsillo pequeño abierto están las llaves del coche y la cartera. Hoy vengo de un día de comida empresarial en Jáen, de recoger el primer premio importante que ha recibido Lacontra, y el viaje de regreso a Alcalá se me hace más corto, porque voy y vengo, con un podcast sobre política nacional que me va meciendo muy lento.
El autobús llega al destino. Así que guardo los auriculares del móvil en el bolsillo pequeño, me incorporo y cojo la mochila para salir del bus. Lo hago todo sin pensar, mecánico, y por eso no me doy cuenta de que la cartera, mi cartera, se va a quedar ahí, en el asiento donde viajó la mochila. De regreso a casa no extraño nada, y solo pienso en sacar al perro para que brinque y olvide que no soy el dueño perfecto. Termina el día. No extraño nada.
A la mañana siguiente la ausencia es evidente. ¿Dónde he dejado la cartera? La busco en la mochila, en el bolsillo pequeño, pero no está. También rastreo dos cazadoras, el cajón del dormitorio y el coche, porque una vez la cartera se cayó debajo del asiento del conductor. Pero esta vez no. ¿Dónde está?
Repaso el día anterior en la cabeza. Hay que desandar lo andado: primero estuve en la comida, donde la tenía, después compré con la tarjeta en una farmacia y más tarde cogí el bus. Como tengo el tique de la compra, llamo a la farmacia, pero nadie no lo coge, y mientras pienso que no puede estar ahí, porque al subirme al autobús enseñé el billete de ida y vuelta, y si lo enseñé es porque lo llevaba en la cartera. La jodida cartera negra con el bolsillo de las monedas roto.
Pienso en Félix, que trabaja en la estación de autobuses de Alcalá. Justo el día que perdí la cartera le pedí a él su número de contacto. Así que lo llamo, pero no lo coge, le escribo por WhatsApp y ahí sí pienso que las opciones se agotan, que me tocará renovar el DNI, el carné de conducir, la tarjeta sanitaria, anular las tarjetas de crédito y de débito e invertir tiempo en trámites odiosos. Quiero golpear algo a ser posible grande y que el golpe cumpla dos condiciones: que no sea doloroso y que no sea advertido por mi compañera. Ahí estoy, ansioso por liberar la rabia, cuando Félix me llama por teléfono.
—Sí, Fran. La tenemos.
—Qué abrazo voy a darte —le digo.
La cartera está en la estación de autobuses. Mi careto ha circulado por un grupo de WhatsApp de los trabajadores y más de uno me ha reconocido. Incluso Marián, que suele estar en taquilla, me ha escrito por Facebook, pero el mensaje está en el limbo por las cosas de Zuckerberg.
Cojo el coche. Vuelvo a la estación y me acuerdo de aquel colega de Redacción que celebraba los triunfos con un 'bien, coño', y camino entre los jornaleros migrantes que hay junto a la parada pensando 'bien, coño', 'muy bien, coño'. Toco al portero para darme encuentro con Félix en los intestinos de la estación, donde nunca antes he estado. Cuando me la da, compruebo que todo está en orden: había más de 50 euros, más de lo que yo pensaba. Y todo lo demás.
Las reacciones del entorno son todas diferentes, pero todas iguales:
—Te puedes dar con un canto en los dientes —me dice un trabajador de la estación.
—Qué suerte tienes —me escribe mi madre.
—Eres el Pep de Frailes. Qué flor —me escribe un amigo.
—Si me pasa a mí, la pierdo para siempre —me escribe un compañero.
Hela aquí de nuevo. Por Navidad.
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COMENTARIOS
Pilar Gámez Enero 01, 2019
A mi hace unos años me pasó lo mismo. Se me cayó del bolso y el chaval que la vio no quiso ni tocarla, avisó al chófer para que fuese él a cogerla. Evidentemente, mi primera reacción fue, como el protagonista de este artículo, llamar a Félix, mi hermano mayor. Eso fue a media tarde y a las 7.30 de la mañana siguiente ya estaba en la estación de Alcalá la Real intacta. Cosas buenas pasan todos los días del año y gente buena hay a montones.
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