“Casablanca es más de la gente que mío”
Hay ideas que triunfan más por la perseverancia de quien las propulsa que por el potencial en euros. Valga el ejemplo del bar Casablanca y de su dueño, Julián Relaño Alcalá (Madrid, 1960). Hombre y marca, propietario y producto, han conseguido una alianza delicada tres décadas después: que la cultura y el mundo de los negocios se lleven bien en una ciudad como Alcalá. Relaño llegó de Madrid con ganas de darle vuelo a un concepto hostelero alternativo. Así ha hecho su otra casa, con clientes que son amigos. Sentado en el piso de arriba, en una silla con mesa, enfrente de una cámara, este madrileño alcalaíno habla del futuro con incertidumbre. Del futuro del negocio. El pasado ya ha merecido la pena. Y ahora es la hora del café.
—Le pregunto por el horario. ¿Le gusta ser flexible o siempre ha sido muy estricto a la hora de abrir y cerrar?
—Normalmente el horario es fijo y procuro cumplirlo. En invierno en ciertas épocas sí que intento rebajar alguna hora por la noche, pero normalmente es rígido: de cuatro de la tarde a tres de la madrugada, y de cuatro a cuatro en fin de semana.
—¿Hizo algo especial por Halloween?
—Este año, no. El anterior sí se hizo una fiesta. Y este año, al día siguiente, el 1 de noviembre, hicimos una lectura de relatos de terror. Hay un colectivo que emplea el local para hacer actividades. Esta se mantiene desde hace cuatro o cinco años. Decoramos el escenario con motivos temáticos. No es Halloween, pero bueno, la verdad es que Halloween, como Papá Noel, nos ha arrastrado económicamente.
—¿Le gusta ajustar los actos del bar a la época del año?
—Es todo muy relativo. Quizá influye más la demanda de la gente. Si lo pide un grupo de música, se hace y listo. Si en Navidad se hace la típica fiesta de Año Nuevo, pues igual. Yo con los cambios de estación hago jazz sesion: apertura de instrumentos en el escenario para que los músicos se conozcan. Las actividades giran más en torno a la demanda de la gente.
—¿Navidad es la fiesta más rentable para Casablanca?
—Sí, al ser un sitio más de invierno, la Navidad es una de las épocas más rentables. Y tiene una peculiaridad. Todas las generaciones que han pasado por el bar regresan al pueblo para ver a los familiares, y uno de los recuerdos que los une es el local. Me hacen más una visita en calidad de amigos que otra cosa.
“EL RETO ERA IMPONER LA IDEA SIN LA PARTE COMERCIAL”
—Salta a la vista que este es un bar diferente. ¿Nunca tuvo dudas sobre la rentabilidad económica del enfoque cultural?
—De la idea no tuve dudas. En cuanto a la rentabilidad, el reto era ese: conseguir que se mantuviera a flote sin tener que hacerlo comercial. Era el reto mayor. A medida que pasa el tiempo, con condicionantes como el botellón o la entrada de la crisis, empiezan a reducirse los márgenes de maniobra para mantener el negocio a flote. Es complejo, pero es lo que quería hacer.
—¿Su idea era abrirlo en Alcalá o barajó otras opciones?
—Pensé en otros sitios, como Asturias, por ejemplo. Pero Alcalá era una opción válida. Mis padres son andaluces y conocían la zona.
—¿Qué recuerda del comienzo?
—Al principio había mucha ilusión, porque llegó el momento de un proyecto propio tras trabajar durante años para terceros. También hubo mucha capacidad para decidir en qué dirección llevaba el negocio. Tenía creatividad.
—El concepto prevalece: música, cine, libros para intercambiar… Reto conseguido.
—Durante treinta años, sí, pero no sé en qué medida lo podré mantener, porque está todo muy ajustado. Como toda la sociedad española. Aunque el reto sí está cumplido. A varias generaciones le ha funcionado Casablanca como sitio de referencia, un lugar que era más suyo que mío. La gente podía y puede hacer la actividad que quiera y participar en lo que le guste. Las primeras conexiones de internet que hubo en el pueblo las puse yo. Hasta gente de la Biblioteca venía para usarlo. Hemos avanzado según lo ha hecho la sociedad. Y aquí estamos, en este punto (ríe).
—¿Y la clientela? ¿Ha cambiado mucho?
—Sí, la gente cambia bastante, porque lo han hecho los tiempos. Ahora la gente tiene grupos de WhatsApp, antes tenía pandillas. Entonces claro que ha cambiado. Soy consciente de los cambios como hostelero, pero a veces me he adelantado al cambio. Y no se ha acoplado con la sociedad en ese momento. Otras veces no modulas y no cambias para que sea útil el sitio.
—¿Vienen por aquí muchos políticos?
—Vienen cuando tienen que venir. Cuando tienen algún acto. No hay ningún problema con los políticos. De hecho, reconocieron la labor del local en aras de la cultura con un premio Hércules en 2011.
—Pero como clientes no son, digamos, asiduos.
—Son a veces sí, a veces no. Como todos los clientes. Los políticos no usan el local para temas suyos.
“A VECES VEO LA PELÍCULA SIN VOZ, SOLO POR LAS IMÁGENES”
—¿Sabe qué hubiese hecho sin la hostelería?
—Probablemente me hubiese dedicado a la fotografía, que es mi gran afición. No lo sé. Estudié programación cuando empezaba la computación, pero no fue un trabajo. He estado siempre en la hostelería y ganaba lo suficiente para vivir.
—Este trabajo deja poco tiempo libre. ¿Qué le gusta hacer en los ratos de ocio?
—Me gusta pasear mucho con los perros que tengo. Me gusta también ir al cine, leer y estar con mi familia. Me encanta comer con ellos. Ese es el mejor ocio.
—¿Sus grandes amistades han germinado aquí?
—¿En el pueblo? Pues sí. Y si no en este local, en el otro, cuando estaba en el Paseo de Los Álamos. Aquí al final se ha establecido una relación cliente-amigo, que es comercial, porque no hay más remedio, pero la mayoría de las veces me siento como si vinieran a visitarme al salón de casa. La relación comercial se da porque hay que pagar luz y demás. Hay muchos chavales que se atreven a preguntarme por cosas que no son capaces de comentar con sus padres. Es agradable esa sensación. Y claro que son amigos.
—¿Nunca le ha incomodado el perfil psicólogico del camarero?
—Bueno, no pasa nada. Esto te hace estar más joven y más presto a todo. Te da algún tipo de vitalidad especial eso de afrontar las penas y las alegrías de otro. Algo aporta. Es cargante también, y a veces no tienes la suficiente capacidad de afrontar tus historias como para hacerlo con las del resto.
—¿Cuántas veces ha visto la película? Me refiero a Casablanca.
—Infinitas. No por el argumento en sí, que me parece una película ahí ahí. Me gusta por las imágenes en blanco y negro. Pares donde pares la cinta tiene una imagen perfectamente compuesta. A veces la veo hasta sin voz, porque me sé los diálogos.
—Más allá del Hércules, ¿con qué se queda de los 30 años de actividad?
—Lo del premio fue un compromiso, algo social demasiado encorsetado. Quizá la primera exposición o el primer cantautor que vino. Cualquiera de esos momentos son muy válidos, y no el Hércules.
—¿Qué será del bar cuando usted se eche a un lado?
—Dudo que haya alguien tan tozudo como para que no acabe entregando Casablanca a la parte más comercial. No sé qué ocurrirá. No creo que ninguno de mis dos hijos quiera el local. No sé qué pasara.
—¿Tiene a alguien en la cabeza que pueda seguir el guión?
—(Duda). En muchas ciudades no hay un sitio así. De hecho, mucha gente me dice que esto en Granada sería estupendo. Si no existe en muchos sitios es porque es difícil de mantener. No sé qué puede ocurrir cuando yo, por edad u otro motivo, decida que el proyecto se cierra. No lo sé. Y no sé si la sociedad notaría la falta. Igual no lo nota porque ya hay suficiente oferta cultural de otro estilo. No es lo mismo ahora que hace treinta años.
—¿Quiere añadir algo más?
—Le ponemos toda la voluntad y el afecto al negocio. Intentamos mantener la igualdad en cuanto a cualquier tipo de persona. No distinguimos clases, y eso el local lo respira. Tratamos bien al cliente sea quien sea. Y eso es muy grande. Lo que quiero es que la gente se lo pase bien y tenga un buen recuerdo del sitio.
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