Cataluña y otros dolores de cabeza
Resulta muy difícil no dejarse llevar por las emociones en un tema al que tan poco le convienen como el conflicto catalán, crispado por los exabruptos de uno y otro lado, por los delirios independentistas y centralistas, tan unidos, tan necesitados uno del otro como el Madrid necesita al Barca, la serpiente a Eva, Caín a Abel, Batman a Joker.
El interés mediático que suscita el tema arrambla con las demás noticias de actualidad, minimizándolas. La exhumación del dictador le robó el día 24 el protagonismo a Torra y Pera y la CUP y demás personajes del esperpento catalán, que camina imparable hacia la tragedia. Por cierto, ojalá las víctimas de la dictadura alcancen el uno por ciento del respeto que han recibido los herederos envalentonados de una fortuna superior a los cuatrocientos millones de euros, amasada todos imaginamos cómo por un dictador que tenía en su mano la totalidad de los poderes del estado, —incluido el de asesinar personas, que ejercía con deleite y profusión—, y recibía regalos serviles tan apropiados como Pazos y estatuas del Pórtico de la Gloria, legados a su prole sin que la democracia, tan endeble entonces, se opusiera ni dijera esta boca es mía. Se trata de la misma prole que hemos visto pasearse chulesca y desafiante estos días por el parque temático del Genocidio. Cosas de la bendita transición y la impunidad que conllevó.
Ahora que nos hemos quitado el muerto de encima, espero que a las generaciones presentes y futuras les sirva lo ocurrido para entender que cuanto mayor sea el trapo en que se envuelve un dirigente, más ladrón resultará cuando las convenientes tortugas de la justicia o de la historia dicten sentencia. Las banderas nacen para simplificarlo todo, para distraerlo todo. Y en política las ondean, para explicar la simpleza de su pensamiento y para engatusar a los miopes apelando a lo primario, únicamente los canallas y los imbéciles.
Mientras el separatismo y el exhumacionismo reinan en las noticias ha sucedido una gran marcha de jubilados en defensa de las pensiones que confluyó en Madrid hace unos días, aplastada por el ruido mediático. De manera muy conveniente para los poderes económicos que nos someten, ha pasado casi inadvertida en los noticiarios, y ha sido relegada a la sexta página en los periódicos cuyas portadas adornaban con fotos de incendios provocados en las ciudades de ese pequeño país del que son oriundos Guardiola y dos millones largos de españoles de corazón —junto a dos millones de separatistas—, o con la lápida del genocida.
Más nos valdría prestar atención a los jubilados, a su protesta por ese incremento de las pensiones por debajo del IPC, a ese empobrecimiento de ahora que será el empobrecimiento de las generaciones futuras. Deberíamos luchar junto a ellos, formar un nosotros. Ya ha salido a la palestra un banco alemán, Bundesbank, pidiendo que se eleve a 69 y muchos la edad de jubilación. Llegará, y cuando llegue, estaremos atendiendo a asuntos de menor importancia que el sustento, asuntos que nos meterán por los ojos: separatismos, peligros terroristas, riesgos de recesión, bodas reales y cascarrias similares.
Tenemos la obligación de distinguir lo importante en la riada de lo aparentemente urgente. Las pensiones de jubilación no se tocan. La edad de jubilación no se mueve más. Si lo intentan, deberían encontrarnos en las calles. A todos los trabajadores, no solo a los trabajadores jubilados. Porque los jubilados no son ociosos abuelitos con achaques, sino trabajadores jubilados, que no se nos olvide. Trabajadores.
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