Por esos cerros…en la iglesia que se “venera” al Atleti
El viajero llega a una rotonda provisional ya histórica, como suele suceder en la provincia de Jaén lo que es para dos días como anomalía, en una extraña complejidad y parsimonia lustrada de indolencia, se queda por años. La primera paradoja es que un hospital haya decidido vivir bajo el nombre y amparo de alguien que precisamente no tuvo esa asistencia en su final. ¡Ay! la condición humana incluso en los frailes. Pobrecillo el poeta pequeñuelo de altura pero enorme en versos, el admirado patrón de los líricos, San Juan de la Cruz, lo hicieron cachos para que físicamente estuviese en Segovia y en Úbeda. Siempre la imaginación en la distancia recurre al pasado y aparece el recuerdo de cuando hubo la necesidad de atender a los más cercanos y en ese tiempo lánguido y eterno de los hospitales se mira por las ventanas como si fuese una forma de esperanza a los coches como hormigas inquietas, los diminutos y anónimos transeúntes y el campo inerte que se diluye o ilumina con dos acciones básicas como son amanecer y anochecer. Desde fuera no se aprecia la cara de melancolía de enfermos y acompañantes tras los cristales, solo un reflejo.
Una vez dentro de la urbe, lo que antes eran las afueras, otrora rotonda, ese signo de los tiempos modernos, aparece una gran superficie con artículo determinado y no indeterminado porque en estos pueblos es singular su presencia, cerca otra más pequeña que en este caso sí utiliza “un” para denominar un establecimiento de cadena nacional. Y aparece el Hospital de Santiago, una joya arquitectónica viva, dentro de sus piedras, muros y torres hay vida, en general ligada a la cultura. Desde el patio se aprecia la imaginación y técnica del gran arquitecto Andrés de Vandelvira, un fenómeno de los planos. Es su última obra. Ya se percibe el runrún que estos días produce su hervor definitivo, capirotes de plástico, túnicas, flores, carteles de quinarios; en definitiva santos inquietos, o mejor dicho gente inquieta alrededor de santos —que estos no se mueven solos—. Úbeda es dual, por un lado la Semana Santa es un concepto más amplio y alcanza la graduación de Año Santo porque no hay apenas día que no se contemple alguna actividad relacionada con los pasos procesionales y sus titulares. El viajero recuerda en sentido tomasiano cuando se acercó por primera y única vez para ver las procesiones ubetenses. Un exceso, como todo lo barroco. Creo que es lo más teatral que ha creado la sociedad española y que los grandes teóricos del arte de Thalía son aprendices al lado del gran invento de la Contrarreforma. Cada papel es sabido por los intérpretes, el ensayo perfecciona, el dominio del espacio espectacular, los movimientos ajustados al ritmo, el tiempo domeñado y transmutado en el necesitado, ruptura de la cuarta pared que permite al público participar hasta de la respiración de los actuantes. Y no digamos la rivalidad de polacos y chorizos que gastaban en los teatros madrileños del XVII, aquí multiplicada. El viajero no entra en la fe, que ese es otro cantar de cada uno. Tambores. Para unos piel de conejo estirada haciendo ruido, para otros la música que acompaña a Dios. Sea.
Se nos iba el santo al cielo y para ir catando el ambiente se adentra tras dejar la Plaza de Andalucía con una estatua fusilada, que también mueven de lugar de vez en cuando, la del general Saro y busca por la calle Real la taberna de Sabina, Calle melancolía, o mejor dicho la dedicada al hijo predilecto, antaño díscolo y ahora más doméstico. Una caña y de tapa un ochío con morcilla. Lo sé, lo sé, no es cocina avant-garde, piensa el viajero; pero es lo del terruño, el pan especiado con pimentón que le gusta y los piñones insertos en la probatura se muestran exquisitos. Hay muchos Sabinas de mentira que remedan al de verdad, en botellas —muy acertado—, camisetas y un largo muestrario. Incluso aunque en la previsibilidad suenan canciones de él. Un cartel anuncia un certamen que permite grabar con el propio músico aparte de un considerable cheque. ¿Otra? No que estoy trabajando para un periódico, gracias. La querencia invita a bajar por el casco antiguo hacia las construcciones renacentistas, a una de las plazas más bellas del estado, país o como ahora se llame, la Plaza Vázquez de Molina, pero hoy no toca. Frente a ese espacio, a su derecha comienza un laberinto de calles pequeñas, las de quienes no habitarían los palacios de enfrente. Casas humildes, como la del sol y la luna que incitan a la conjetura y el misterio, puede que encontremos tantas interpretaciones como alejamiento del verdadero significado. Voy a ver qué toca hoy. Eso es judío, contesta a mi pregunta un paseante que me encuentro parado con interés en una fachada. Gracias. Ahí vivía el escritor Muñoz Molina. Más gracias aún.
Sí, recorro el barrio de nuestro escritor más preclaro, en algunos momentos protagonista de sus novelas envuelto en la ficción de un nombre, Mágina, un territorio literario que ya es mítico. He andurreado estas calles en otras ocasiones por motivos literarios. Incluso tuve la suerte de coincidir con el propio escritor en un acto y compartir algún momento, siempre escaso. También fue nombrado algo importante en su ciudad, pero en aquella ocasión se encontraba amenazado por ETA y el entorno del acto estaba rodeado de policía. Qué tiempo tan oscuro. Me viene una canción de Joaquín, mucha, mucha policía.
Pero llega la claridad, los miradores hacia la lejana y azulada Mágina, la real, la que se viste con gasas y tul de niebla en su falda para encontrarse bella y admirada. Aún sobreviven los hortales bajo las defensas y en alguna parcela algún hortelano cava en torno a los crecidos habares ya florecidos. El viajero mira y remira porque esas distancias necesitan tiempo para ir disfrutándolas en forma de panorámica y acercamientos/alejamientos (intentaba no escribir los usos cinematográficos de los hijos del Brexit). Llego al lugar que buscaba, una iglesia. Hombre, nos va a hablar de santos y procesiones. Pues, precisamente, no. He llegado para contar cómo una iglesia que estaba condenada a la ruina por la desidia de la propia jerarquía eclesial y las distintas administraciones, ha logrado sobrevivir erguida y como le gusta decir a los políticos, puesta en valor. Una fundación llamada Huerta de San Antonio, compuesta tan solo por civiles, entiéndame que no son guardias de la academia cercana, preocupados por su patrimonio han logrado una concesión de cincuenta años y no para de dar vida cultural como la presencia del propio Muñoz Molina varias veces, del cantante Sabina, teatro, presentaciones de libros, cuentacuentos, actividades infantiles, mercado de temporada de las huertas cercanas y ahora, por ejemplo, Amancio Prada, que seguro dedicará alguna cancioncilla al poeta fraile Juan de Yepes. Un magnífico ejemplo de que el lamento tan solo es bueno para matar el aburrimiento y servir de charla en las barras de los bares. Personas de compromiso que mientras realizan esa programación consolidan el edificio y lo abren precisamente por obras.
El viajero después de visitar las obras bajo la atenta y ducha explicación de la arqueóloga se siente henchido de emoción al escuchar cómo se implica el personal, la fórmula arriesgada de la autofinanciación que seguro provocará tener que rascarse el bolsillo a más de un utópico soñador. Qué bien hechas están las cosas bien hechas, piensa el viajero admirando en el altar mayor un dibujo de cuando se daban algunas clases de pintura por parte del desaparecido maestro Marcelo Góngora, representa el escudo del Atleti de Madrid, cantado en su centenario, me persigue Sabina: qué manera de sufrir/qué manera de palmar/qué manera de vencer/qué manera de vivir. Recojo velas mientras en la ronda de circunvalación se oyen tambores. Tal vez anuncian que ha vuelto aquel conde o duque enamoradizo que dejó desguarecida la muralla mientras encontraba cobijo en los brazos de una infiel (o no). Al volver contestó como excusa lo que yo por el móvil a la misma pregunta: por esos cerros.
Me alejo ya de Úbeda en esta primavera temprana y por los olivares, aún sin acribillar de herbicida, se me ofrece una estampa de inusual estética como un derrame de florecillas entre camadas que prestan el aroma y envuelven el aire. Qué grande el poeta menudo que también en otro tiempo, en otro lugar apreciase la misma belleza silvestre y lo escribió mejor de lo que el viajero pudiera. Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos con presura;/ y, yéndolos mirando,/ con sola su figura/ vestidos los dejó de su hermosura.
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