Reflexiones sobre la crisis emocional de los jóvenes
Odio, ira, enfado, intolerancia, frustración, aspavientos, insultos, voceríos, violencia verbal, agresividad, testosterona, descaro, imprudencia, insensatez, pero, sobre todo, psicopatía social.
Este podría ser, perfectamente, el apartado de diagnóstico sintomatológico de un paciente psiquiátrico que acude por primera vez a su especialista. Un individuo con un comportamiento claramente negativo, agresivo y conflictivo en lo que respecta al contexto de las interacciones sociales. Una persona ansiosa, dependiente y carente de apoyo en la gestión de sus emociones. Pero, sin duda, un ciudadano más, un vecino, un hijo, un alumno o un amigo con una patología cada vez, más común.
Pero ¿por qué ocurre esto? ¿Por qué son tan comunes hoy en día estas enfermedades? Y lo más importante: ¿Qué es lo que hace que afecten cada vez más a los adolescentes y a los adultos jóvenes?
Las respuestas, desde luego, no son sencillas y probablemente estemos ante una cuestión multicausal. Sin embargo, leyendo a Byung Chul Han, uno de mis filósofos de referencia, me llamó poderosamente la atención la relación entre los cambios económico-estructurales emprendidos a finales del siglo pasado y la creciente desazón social. Según Han, fueron estos cambios los que han conducido, inevitablemente, a lo que él mismo definió como La sociedad del cansancio. Una sociedad extenuada y basada única y exclusivamente en el rendimiento y en la auto explotación, como únicas vías para alcanzar los objetivos de la supervivencia y del desarrollo individual.
Parece evidente que en un sistema donde los jóvenes no pueden independizarse hasta los treinta y donde, por los precarios salarios, es muy difícil enfrentar los altos precios de la vivienda, se agudice la ansiedad que genera la necesidad y se produzca un síndrome de agotamiento social. Esta situación emana de la extenuante sensación de que el camino no se acaba, de que la carrera laboral emprendida, se ha convertido en una maratón y que, evidentemente, nuestra condición física no es la más adecuada para hacerle frente, surgiendo así enfermedades, como la depresión o el síndrome de burnout.
En realidad, de lo que estamos hablando son de emociones y de formas de vida truncadas por la necesidad que impone la moral, pero también la que implementa la economía con el amparo de un sistema que, a veces, se olvida del bienestar social. Y es que ese estrés patológico por conseguir independizarse, por tener una vivienda, por tener que pagar una letra a un banco, por llenar un carro de la compra o por conseguir los mejores juguetes para los niños, hace que multipliquemos nuestras inseguridades, nuestra incertidumbre y, sobre todo, nuestro miedo.
Son cada vez más grandes los abismos abiertos en el camino de nuestros jóvenes, abismos, que no los obstáculos. De hecho, estos últimos contribuyen positivamente al crecimiento individual y colectivo. Lo que los hunde, son los abismos. Son ellos los que alimentan esa incomprensión manifiesta que, inevitablemente, se convierte en madre de todas las frustraciones, fomentando una actitud apática, que rebosa hartazgo, y que se alimenta con la ira que, inevitablemente, generan algunas de las más irracionales emociones. Emociones que inundan la mente de unos jóvenes que, año a año, encuentran más dificultades a la hora de emprender su propio proyecto de vida.
Toda esta cuestión no es baladí, es un verdadero problema que necesita de meditación y que suele pasar periódicamente desapercibido en la mayoría de las tertulias e informativos. Es importante que, como sociedad, seamos capaces de reflexionar largo y tendido sobre cada uno de estos asuntos.
Y es que, si así lo hiciésemos, podríamos entender y, sobre todo, comprender por qué aumentan las patologías mentales o por qué, en el plano político, se tiende a polarizar tanto una comunidad que, progresivamente, se ha ido inundando de una serie de olas de intolerancia que han conseguido calar en las mentes más jóvenes, llevándolas a inclinarse electoralmente hacia aquellas opciones que nada tienen que ver con la conocida y necesaria centralidad.
Los resultados de las elecciones europeas son prueba de ello, aunque este, ya es otro tema. Quien sabe, quizás, para otro artículo.
Gerardo López Vázquez es historiador y profesor de Educación Permanente; en X y Medium @xerardolpez
Únete a nuestro boletín