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VOLVER A LA CUEVA DE LA PAZ

Por Fran Cano - Marzo 14, 2020
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Miguel Montes visita a menudo la cueva del paraje Los Cantones de Frailes donde pasó parte de la infancia tras el desahucio de su familia; allí vivió su abuela María de la Paz Arias Anguita, la mujer que nunca rehuyó de la cueva que toma su nombre

Miguel Montes (Frailes, 1950) no sabe en qué punto de Dos Hermanas (Sevilla) está enterrada su abuela María de la Paz Arias Anguita. Al frailero, cocinero emérito de la Sierra Sur, no le preocupa el dato, porque cada día que quiere visita el lugar que tomó el nombre de ella, la Cueva de La Paz, en el paraje de Los Cantones. En medio de la naturaleza y en condiciones hoy impensables, Montes vivió parte de la infancia. La cueva representa una historia sentimental, dura y a la vez hermosa. Fue la única alternativa tras un desahucio y la lección de vida más increíble que mantiene en guardia a Miguel Montes.

—A mí no se me olvida de dónde vengo —dice hoy, jueves 5 de marzo de 2020, a los 70 años de edad, de nuevo en la cueva junto con su hijo menor, Toni Montes.

A ella la llamaban La Paz por parte del nombre, aunque el nieto reconoce que pasó un tiempo hasta que entendió que no se trataba de un mote. La Paz —mujer muy alta, ligeramente encorvada y siempre vestida de negro— vivió en la cueva de Los Cantones cerca de una década desde el inicio de los años 50. Llegó procedente del cortijo Gurufete Alto de Colomera (Granada), donde también destacó por ser una persona muy próxima a la naturaleza, feliz de estar a campo abierto. Se casó con Miguel Montes —abuelo del cocinero— y el matrimonio tuvo dos hijos, Pedro y Adelina, padre y tía de Montes, respectivamente.

UN DESAHUCIO AMPLÍA LA CUEVA COMO CASA

Pasó el tiempo, y La Paz vivió una primera etapa sin compañía en la cueva que duró "cuatro o cinco años", según recuerda de memoria el nieto. Una familiar de la mujer hizo un testamento para que los hijos heredaran un cortijo ubicado en la Cuesta de la Burra, paraje próximo a la cueva. El cortijo era un lugar estupendo para la época, con prestaciones suficientes. Allí vivió durante casi un trienio Pedro Montes junto con su familia: Carmen Martínez, la esposa, y los hijos Miguel y María del Carmen Montes Martínez. Estaba previsto que fuese el hogar, dada la herencia. Pero un papel cambió la historia. Otro familiar presentó un testamento posterior al de Pedro Montes y, por ley, anuló al más antiguo.

—Tuvimos que irnos del cortijo. Yo era un niño. Tendría cuatro o cinco años. Pero aquello tampoco se olvida —reconoce Miguel Montes.

Las Fuerzas de Seguridad notificaron el desahucio, y la familia del pequeño Miguel tuvo que salir del cortijo. No había alternativa. Bueno, en realidad sí: la cueva, donde aguardaba La Paz. Y como no era lo suficientemente grande para todos, había que agrandarla. Había que hacer obra.

 El nieto de La Paz repasa cómo era la vivienda.
El nieto de La Paz repasa cómo era la vivienda.

UNA FAMILIA UNIDA EN LA CUEVA HASTA LA ENFERMEDAD

La Paz no puso impedimentos a la llegada de más inquilinos, menos aún por las circunstancias, menos aún siendo familia. El nuevo espacio habitable fue construido con materiales de la época en la parte posterior de la cueva, donde hoy lucen collejas. Aún quedan algunas puntillas y huecos donde antaño hubo objetos.

Miguel Montes camina hoy con decisión por el lugar y sólo se apoya en un bastón cuando hay que escalar terreno. De niño reconoce que saltaba por el entorno de la cueva como un gamo. Tan pronto estaba en lo alto de la cueva como se dejaba caer hasta la fuente que reinaba en el paraje. Adivinen el nombre de la fuente: La Paz. Al niño Montes aún le vienen a la cabeza los gritos de la abuela —"¡Miguel, Miguel!"— en aquellos días que aguantaba de pie hasta que caía la noche. La familia se las apañaba para evitar las gotas de lluvia que se filtraban en las cavidades. El remedio, latas que a menudo tenían que ser sustituidas en medio de la noche.

—Yo estaba en un parque de atracciones. La casa de Los Picapiedra —dice Miguel Montes, porque entonces consumía los días con la imaginación de un crío. No había televisión ni videoconsola ni tabletas ni ninguno de los cacharros que ahora pueblan las casas. Al pequeño le gustaba buscar cigarrones y bañarse en el río. En las mañanas, recuerda Miguel Montes, había trasiego de pastores y vecinos que incluso eran capaces de ir a pie a Jaén capital. Era un lugar algo aislado, con poca vecindad, pero con tránsito.

Pedro Montes trabajó como guarda de la zona, de manera que se encargaba de velar por las pocas propiedades que entonces había en el paraje, como las hortalizas. La familia vivió un revés con la enfermedad del guarda. Los cuidados se limitaban a gasas y agua caliente día tras día. No hubo solución y Pedro Montes murió en Frailes a los 33 años de edad.

La muerte supuso el final de unos seis años de convivencia en la cueva. Los familiares marcharon al barrio Corral de Frailes, donde vivían los abuelos maternos de Miguel Montes. El cambio de residencia era bueno en todos los sentidos aun cuando la nueva vivienda era pequeña. Vecinos de Frailes instaron a la Paz a que no se quedase sola en la cueva. Le ofrecieron alojamiento en la villa. Pero ella no quiso. Decidió quedarse. Y vivió otra vez sola durante años.

"ERA UNA MUJER NOBLE Y SERVICIAL"

Toni Montes tiene 31 años y nunca conoció a su bisabuela La Paz. Hoy con la cueva al fondo, él recuerda una de las primeras veces que vino al lugar cuando era muy pequeño:

—La historia de La Paz me parecía una leyenda, algo fantástico. Cuando vine me di cuenta de que era cierto: que ella y mi padre vivieron en una cueva –cuenta a este periódico.

¿Por qué decidió La Paz seguir en el paraje sin compañía? Miguel Montes trata de encontrar la respuesta con una definición de quién era su abuela:

—Era una mujer noble y servicial, muy campechana. Siempre iba a los velatorios, todo el mundo la conocía. También le encantaba la naturaleza, y era solitaria —concede.

La atmósfera en el paisaje es especial. La cueva. La fuente cuando arroja. Cómo cantan los pájaros en medio de la naturaleza, y la sensación de quietud. Montes padre reconoce que le encanta regresar, como en la tarde de hoy. Sale de Frailes con el Suzuki blanco, aparca en los márgenes del terreno y luego peina el paraje hasta acabar en la cueva. Le impacta cuando coge el móvil y echa fotos allí; la tecnología más puntera asoma en el lugar donde no hubo nada.

Al cocinero le han llovido los premios y los reconocimientos desde que se retiró como profesional. El más reciente fue una sorpresa del Ayuntamiento de Frailes y de la familia en el Cinema España, donde de joven ayudó al gerente, Fermín Murcia. En el salón de la casa de Miguel Montes las estanterías dan cuenta de cuánto ha conseguido con los fogones. La Paz nunca imaginó, intuye el nieto, que aquel niño que brincaba en Los Cantones sería uno de los mejores cocineros de la provincia.

—Ésa es la segunda parte de mi vida, la buena —dice él.

Porque la primera fue cruda y fría. La Paz, cuyos restos mortales descansan en algún punto de Dos Hermanas, dejó al nieto el legado espiritual que todavía conserva: por más que llueva o truene, por más que llegue la oscuridad, siempre hay huecos por donde se filtra la luz. Y hasta en las circunstancias más adversas uno es libre de ir hacia otra parte. O de permanecer en el mismo sitio hasta el final.

Fotografías y vídeo: Fran Cano.

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