Casimiro Sevilla, el larveño que convierte en arte su nostalgia
Lleva más de medio siglo afincado en Sabadell pero cada día presume de su patria chica, que es también su musa predilecta a la hora de pintar
"Yo digo que todos los pueblos pequeñicos son como un árbol que va echando raíces, y todos somos hijos de ese árbol; lo que pasa es que algunos cogimos un tallito y lo plantamos en otro sitio, y de ahí salieron otras raíces. Pero la raíz madre está ahí".
No son palabras de Pablo Neruda ni de Rafael Alberti, nostálgicos donde los haya, sino de Casimiro Sevilla García (Larva, 1951).
Un patriota de su pueblo natal que pese a llevar más de cinco décadas afincado en Sabadell, (Barcelona), no hay día que no presuma de ser hijo del precioso municipio de Mágina.
A la ciudad industrial catalana llegó con apenas veinte años, cuando (animado por uno de sus hermanos) decidió dejar atrás las faenas del campo y se aventuró hacia una nueva vida, más próspera:
"Al llegar a Sabadell me coloqué en una empresa textil, he estado de encargado de sección cuarenta años". Ocho lustros en la misma empresa, una 'hazaña' que no todo el mundo puede contar.
No solo encontró la estabilidad laboral, sino que allí, a mil kilómetros de distancia del mar de olivos, halló igualmente a la mujer de su vida, María Rosa (que por algo tiene nombre de mujer de pintor, como la media naranja del malagueño Revello de Toro).
Sí; y con ella, catalana de cuna pero hija de emigrantes murciana y manchego, formó una familia de la que nacieron, luego, hijos y nietos, a los que ama de una forma muy pero que muy parecida a como quiere a Larva: "Estoy contento aquí", asegura, a la par que apostilla: "Si fuera por mí, me hubiera vuelto a mi pueblo, pero ya me atan muchas cosas aquí".
No en vano, lo de reencontrarse con sus orígenes forma parte de su agenda anual: "Ahora, en abril, para las fiestas de San Marcos, queremos ir. Yo voy un par de veces cada año desde que me jubilé. Tengo allí una hermana y otra en Cabra del Santo Cristo; mi madre murió hace año y medio con ciento cuatro años de edad", recuerda.
PINTOR DE VOCACIÓN TARDÍA
Así transcurre su vida, dedicado a su familia y a disfrutar del tiempo libre del que puede disponer ahora, después de toda una vida de trabajo para sacar adelante a los suyos con la mayor dignidad posible.
Una cotidianidad en la que también ha encontrado un hueco de privilegio el arte: "Cuando me prejubilé, cogía revistas y pintaba a las chicas de la revista. Entonces mi nuera, para Navidad, me regaló un cursillo de pintura".
Regalo... ¡pero de los de verdad!, porque aquel detalle le ayudó a desarrollar una vocación tan tardía como arraigada en su alma creativa:
"Cosa que yo no pensaba, me di cuenta de que es lo mío. Me encanta, ¡vaya! Nunca lo había hecho, tampoco había tenido tiempo, y me encanta. Todas las tardes estoy pintando".
Y claro, queriendo como quiere a su tierra, no es extraño que la haya convertido en musa de muchos de sus cuadros, donde su nostalgia se encarna en paisaje. Algo así como lo que le ocurría a Chagall con Vítebsk, pero en modo naïf.
La plaza de la iglesia, los olivos, rincones urbanos o paisajes rurales que traducen con el idioma del pincel las palabras de su alma larveña.
Únete a nuestro boletín