"La gente a la que enseñaba fue la que realmente me enseñó a pintar"

Nacido en Villargordo en 1944, del pintor Martín Berrio Melguizo han escrito que es "un hiperrealista confeso, aunque no tanto como para que su pintura carezca de ese cálido encanto intrínseco que informa los paisajes de los maestros de Barbizon o la escuela española del bodegón.
Veterano en edad y en trayectoria artística, hasta el próximo 10 de octubre expone Retrospectiva en el Museo Cerezo Moreno de Villatorres.
—Una 'retrospectiva' de su propia existencia, señor Berrio, lo sitúa en las aulas, como maestro de escuela. ¿Tradición familiar?
—Me hice maestro de escuela por culpa del primer maestro que tuve, que fue don Francisco Badillo: hizo que me enamorara de esa profesión. Cuando se fue don Francisco (estuve solamente un año con él), vino otro maestro, don Adolfo, y después don Luis Pérez, que fue mi maestro hasta el final. Tanto de unos como de otros...
—Lo suyo era vocación, entonces.
—Yo creo que sí. No voy a decir que soy el más enamorado de mi profesión de todos los maestros del mundo, pero es muy difícil que alguien me supere en ser amante de su profesión, como yo he sido de la mía.
—Ahora sí, Martín: amante de su profesión y, también, de la pintura: un Rothko figurativo y villargordeño.
—La pintura apareció en mi vida casi simultáneamente a mi vocación docente; estando con don Francisco Badillo tenía yo una cartilla (la cartilla segunda se llamaba) y, un día, vi en una página un dibujo que me gustó; intenté hacer ese dibujo, y me salió.
—¿Recuerda aquel dibujo, tan deslumbrante y decisivo para usted?
—No es que lo recuerde, es que lo tengo guardado: eran tres chiquillos con los brazos de cada uno en los hombros del otro, que iban acercándose a su pueblo, que se veía a lo lejos. Cuando iban llegando oyeron el son de las campanas y empezaron a cantar "campana de mi lugar / tú me quieres bien de veras, / cantaste cuando nací, / llorarás cuando me muera".
—Menuda memoria tiene usted, ¡de eso han pasado ya algunos años, varias décadas mejor dicho!
—[Ríe] Estoy hablando del año 51.
—Y se dio cuenta de que la pintura era una querencia, que le tiraba como la marejada al corazón de Alberti en Marinero en tierra.
—Ya empecé a hacer dibujos con mucha frecuencia, con lápices de colores, pero no me dedicaba seriamente. Dibujaba lo que me gustaba. Cuando terminé la escolaridad empecé los estudios superiores y comenzó una racha en la que casi tenía prohibido pintar.
—¿Quién se lo prohibía?
—Yo mismo: tenía que estudiar para maestro, eso tenía toda la preferencia, estaba totalmente volcado en los estudios.
—O sea, que a la misma vez que se licenció en Magisterio recuperó los pinceles.
—Cuando me dieron mi primera escuela, en el curso 67-67, en una aldea de Alcalá la Real (las Caserías de San Isidro) empecé a pintar con óleo. Pintaba los paisajes que allí veía: una casa aquí, otra en la otra punta, olivas y olivas, y de vez en cuando una gallina o un conejo. Era un paisaje muy monótono para pintarlo.
—Pintor realista, siempre naturalista.
—Sí, sí, siempre una pintura realista y clásica.
—¿Se cree influenciado por su paisanaje con el maestro Francisco Cerezo a lo largo de su trayectoria?
—Posiblemente, pero al final; al principio yo no lo conocía, ni aquí [en Villargordo] se hablaba de él. Y eso que mi madre se había criado en la calle La Libertad, era vecina de Paco Cerezo. Ella me contaba las peleas que echaba con él en la calle, como cosa de chiquillos, pero nunca me habló de que fuera pintor. Fue siendo alcalde don Luciano Jiménez (ya era yo mayor) cuando expuse en La Económica, en Jaén...
—¡La Económica, una de las salas en las que más veces expuso el maestro!
—De hecho, él le hizo un retrato al alcalde, a don Luciano, y me gustó muchísimo, me llamó la atención. Le hizo otro retrato a una compañera mía ya jubilada, amiga de Cerezo (doña Antonia Castellanos), y era un retrato sensacional. Así empecé yo a conocer a Cerezo. Estuvo en esa exposición mía de La Económica, me felicitó y me dijo: "No lo dejes, que llevas muy buen camino".
—Y usted no lo dejó, de la misma forma que no dejó nunca la docencia. Tanto es así que incluso llegó a unir ambos oficios y se convirtió en monitor de los talleres municipales de pintura de su pueblo.
—Y en Mengíbar, y en Torrequebradilla. Empecé a dar talleres en 2004, y yo creo que fue ahí cuando aprendí a pintar.
—¿Eso es un alarde de humildad, Martín, o lo cree de veras?
—No, no, lo digo de verdad: enseñando, aprendí a pintar, mucho, muchísimo, nadie se lo puede imaginar. Para entonces ya había yo bastantes exposiciones, pero allí, con aquella gente que estaba empezando, aprendí, supieron enseñarme.
—¿Qué es Retrospectiva, la propuesta que exhibe hasta el 10 de octubre? ¿Se trata de un repaso a toda su trayectoria creativa?
—Desde luego hay cuadros de todas las épocas, de etapas diferentes.
—Después de una larga lista de exposiciones en su currículo artístico, ¿qué supone para Martín Berrio exponer en el Museo Cerezo Moreno?
—Una ilusión grandísima, es la primera vez. Cuando me lo ofreció la concejal de Cultura y me habló del ciclo que se había organizado para autores locales, le dije que sí. Mi mujer me recordó que tenía muchos cuadros sin terminar, y así ha sido: he estado pintando hasta el día antes de inaugurarse la exposición.
—¿Se sintió arropado la tarde de la inauguración, el pasado 12 de septiembre? Según las crónicas, no cabía un alfiler en el museo.
—Contentísimo de ver la gente que había; además vinieron mis alumnos de Mengíbar y de Torrequebradilla. Contentísimo de ver a quienes aprendieron en mis talleres, después de tanto tiempo.
—Ahora que alude usted al tiempo: ¿contempla esta exposición como su última comparecencia artística pública, o le queda cuerda para rato?
—[Ríe] Si estuviera aquí mi mujer, contestaría que es la última exposición, pero no, no será la última, voy a seguir.
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