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Esencia europea

Esencia europea
Imagen de Praga. Foto: Pixabay.

Es curioso pensar en cómo cambiamos, en cómo el tiempo y los diferentes contextos en los que vivimos nos van transformando. Todo cambia, muta y se transforma. Las cosas no permanecen firmes e invariables, sino que evolucionan, se mueven, se generan y se corrompen. Van y vienen. Y es que todos estamos sometidos inevitablemente al vaivén del tiempo. Y ninguno de nosotros está exento de esa influencia social que nos empuja hacia un cierto pragmatismo moral. Hacia un camino que fomenta, de una forma activa, esa capacidad darwiniana de adaptación, de mímesis y de asimilación a todo un conjunto social.

En realidad, todo esto no es más que una cuestión que responde a un principio filosófico básico. Un principio a partir del cual los primeros filósofos griegos tendían a buscar aquello que era idéntico en las cosas diferentes, dando comienzo así a la búsqueda de un Dorado, al inicio de un juego, de una gallinita ciega secular que tratase de identificar ese elemento o esa materia que, en un mundo tan cambiante, siguiese aun estando presente.

Es posible que, a lo largo de nuestra historia, esa esencia, ese algo, que siempre ha estado ahí, haya sido Europa. Son muchos los intérpretes, aunque muchos menos los historiadores, que últimamente enfatizan en el recuerdo de nuestro pasado americano para contraponerlo a nuestra naturaleza europea. Como si las relaciones con nuestros hermanos transatlánticos impidiesen el desarrollo y la consolidación de nuestro europeísmo. Como si nuestra vida occidental, nuestros valores democráticos y nuestra inclinación socio liberal, no fuesen suficientes.

Europa siempre ha estado ahí, de una u otra manera, ha estado siempre omnipresente. Es nuestro contexto, nuestra realidad geográfica y política. Ha sido así desde la antigüedad. Desde que un pueblo latino nos relacionó con un apelativo que hacía referencia a una tierra plagada de conejos. Desde que unos pueblos de origen germánico se asentaron aquí, creando alguno de los primeros reinos medievales. Desde que existe una vocación y una vinculación política, social, artística y religiosa con nuestros vecinos del norte. Desde que llegaron los Austrias y más tarde los Borbones. Desde que los sucesivos monarcas, Estados o países intentaban injerir, interactuar e influenciar en las dinámicas de poder del continente. Es decir, desde que Europa es Europa.

Nuestra esencia europea es innegable, forma parte de nuestro ADN, de lo que somos y de lo que hemos decidido ser. Es la parte más íntima de una única identidad plural, constituida según unos sólidos principios y valores. A partir de unos preceptos que han de mantenerse tan firmes como una infranqueable cota de malla realizada por los dioses o una innovadora armadura, recién salida de la fragua del propio Hefesto. El resultado es una estructura, un armazón que ha de sostener nuestra diversidad a partir de la convergencia. Como si se tratase de un proyecto metalúrgico configurado a partir de una multitud de puntos de soldadura socioeconómica que nos entrelazan y que nos convierten en una única entidad.

Un proyecto complejo que, por primera vez en la historia, sustituye las ansias imperiales de los estados, partiendo de la interdependencia económica para generar la necesidad de una integración plena. Un proyecto inteligente, que aboga por la pluralidad en la unidad, por la diversidad en el espacio compartido y por la solidaridad en detrimento del imperialismo y la ambición. Todos tenemos en mente las barbaries contemporáneas que nos llevaron a comenzar la segunda mitad del siglo XX con un continente arrasado y con una población sumida en el dolor y el sufrimiento, tras dos arduas guerras, que nos dejaron un balance negativo, con más de cincuenta millones de víctimas.

Europa ha conseguido lo impensable, ha conseguido consolidar el período de paz más largo de nuestra historia estabilizando nuestras formas de vida, reduciendo las diferencias, mitigando las desigualdades y consolidando una idea de ciudadanía europea.  Estos logros no son baladíes y requieren de un indispensable reconocimiento a toda una serie de personalidades, como Robert Schuman, Konrad Adenauer o Carlo Sforza. Políticos que fueron capaces de entender perfectamente las necesidades de sus conciudadanos, de aparcar las diferencias y de poner en marcha un proceso de convergencia basado en la solidaridad entre pueblos. Su inteligencia y su visión, posibilitó el nacimiento de la CECA, origen de lo que hoy en día es la Unión Europea.

A lo largo de este mes de mayo, conmemoramos el septuagésimo segundo aniversario de la Declaración Schuman, en la que se apelaba a la necesidad de la solidaridad como principal fórmula para garantizar la paz y para conseguir el correcto desarrollo de nuestro territorio compartido. Desde luego, el reto era mayúsculo, y no estaba exento de amenazas. En este sentido, fue el propio Robert Schuman, quien destacaría que avanzábamos hacia un constructo que requeriría tal dosis de compromiso y esfuerzo que solo podría compararse con los peligros que la amenazaban.

Amenazas que, evidentemente, no se han evaporado. Aunque, como es lógico, han ido cambiando. Los retos actuales de esta Europa pasan por dar solución a los acontecimientos bélicos en su flanco Este, por mitigar las tensiones con Rusia, pero, sobre todo, por menguar los movimientos políticos euroescépticos que actúan como un Caballo de Troya de algunos de los más conocidos regímenes autocráticos de nuestra periferia. Este fenómeno no es circunstancial y obra poniendo constantemente a prueba nuestro sistema de paz y de estabilidad.

Se antoja evidente que Europa ha de evolucionar, que ha de adaptarse a este tenso y tornadizo contexto sin descuidar ese delicado espíritu paternalista que siempre ha albergado hacia sus más de cuatrocientos millones de habitantes. La cristalización del proceso de integración política es hoy, más que nunca, una necesidad. Una obligación que depende de todos nosotros y que ha de solidificar definitivamente nuestro compromiso como ciudadanos europeos de pleno derecho. Un nuevo camino que, siguiendo la estela de la identidad, le permita al sistema reconocerse en todo aquello que siempre es igual entre las cosas diferentes. Que le permita convertirse en una verdadera esencia. La esencia que todos deberíamos querer, la esencia europea.

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