Espárragos
El viajero casi no recuerda la sequía, pertinaz como antaño, porque ahora el campo se ha vuelto un mapa de torrentes, charcos y veneros al paso donde el sol en un quiero y no puedo apenas puede asentar la primavera. Mientras tanto la llamada cíclica como la de las migraciones, el celo o el desperezamiento de la hibernación llega hasta el viajero en un extraño gen de siglos y siglos. Recuerda un momento dónde guarda la navaja que diseñó un amigo, de cachas largas con curva pequeña y afilada sujetas a una cuerda que se engancha en la muñeca. Una simple tecnología que ahorra arañazos entre las espinas de las esparragueras.
El campo es una sinfonía, entre rumores de agua y trinos de avecillas entusiastas, un locus amoenus perfecto para que unos pastores ilustrados llegasen a contar sus desamores en verso. Pero el campo o idealizado es otro, con cuadrillas aún sin rematar la recolección de la aceituna, los pastores que escuchan a Pepa Fernández en su transistor, ahora incorporado en el móvil, los tractoristas subiendo en su ruido de oruga lomas desafiantes. Ese es el paisanaje cuando transita por carreteras comarcales el viajero hacia el sureste de la provincia de Jaén en busca de los espárragos trigueros, hacia la soledad de los campos.
En algunos cruces estratégicos se observan coches impropios de campo aparcados en el margen del camino o entre una camada. Se reconoce que en la zona hay uno varios esparragueros que se han adelantado. Continuamos, piensa dirigiendo la mirada a su perrillo y este asiente, para alcanzar una zona menos transitada. A través de una cañada se va alzando por un olivar una pequeña servidumbre de paso desde donde ya a pie se puede ir coronando una zona no roturada. Hay que ver qué pasión por extender el olivar hasta hacer desaparecer las pequeñas islas de bosque mediterráneo. El ansia viva, que recuerda el humor de Mota. Las primeras alegrías llegan con unos pies de cultivo tradicional, no fumigados que ofrecen los primeros ejemplares enhiestos. Supongo que en mi interior, no sé si la adrenalina o cualquier otra fábrica de bienestar se agitan. El perrillo también es feliz olfateando lebratos y gazapos, incluso alguna cama de jabato. Cada uno a lo nuestro.
Ya sobre la cumbre las esparragueras se ofrecen crecidas y no se aprecian rastros de recolectores precedentes. Más alegría. Algunas plantas en su generosidad ofrecen cinco o seis ejemplares de un buen grosor, los pequeños los respeto y eludo. “Los espárragos de abril para mí, los de mayo para mi caballo”. Predomina los verdes (blancos) más que los negros. El viajero se ha visto a veces como un ser primitivo buscando alimento, ahora con vaqueros y navaja de diseño, pero como si un ser antiquísimo se hubiese adentrado en su esencia y le hubiera aportado el don de la mirada especializada para distinguir entre la maleza una punta alzada y un cuerpo cilíndrico. Buscar y encontrar, antes supervivencia y ahora deleite.
Y qué decir de la belleza callada que acompaña. Después de los almendros ha llegado el esplendor natado de los frutales silvestres que como el viajero también han sentido una extraña llamada y han puesto la maquinaría silenciosa de su savia una vez más a crear la belleza de las flores, antesala del fruto. Entre las lejanas montañas azuladas y el cercano rosáceo sobre las ramas surge un optimismo adictivo. El viajero no puede evitar por defecto apreciar cómo las ramas caídas se ofrecen como esculturas con las que parce entretenerse la naturaleza, imitando al arte.
Y así se pasa la jornada con el olor de tomillos, salvias y romeros enredado en las perneras, bajo el vuelo de algunas torcaces y zorzales asustadizos, con las cercanas carreras de algún perdigón temprano buscando el refugio de las herrizas y menchones. Y el viajero recuerda a su admirado frailecillo y excelso poeta, fray Juan de la Cruz, cómo relataba el milagro de las esparragueras que paliaban el hambre de la comunidad en la otra punta de la provincia hace casi cinco siglos. Ya de vuelta, el perrillo adormilado y el entusiasmo de la sencillez única, observo unas hectáreas con unos admirables espárragos verdes de cultivo, pero no es lo mismo. Mientras tanto la imaginación se apresta a decidir cuál será el fin de la cosecha de hoy: a la plancha, revueltos, en tortilla, escabechados; pero ha surgido una receta que no ha ocupado lugar desde hace tiempo: pura redundancia, esparragaos. Habrá que hervirlos un poco para sosegar el amargor, freír un poco de pan y ajos junto algunas almendras peladas, triturarlo, añadir azafrán, un poco de clavo y pimienta, unir junto a un poco de agua y luego volver al campo en el primer bocado. La felicidad era esto, piensa el viajero.
El escritor José Joaquín Rodríguez Lara nos deja el símil de la escritura con el esparraguear: “hay que zambullirse en la frondosidad del lenguaje para buscar las palabras adecuadas, las que no han perdido terneza ni están espigadas; es necesario colocarlas con mimo en el manojo, sin atropellarlas ni dejarse letras atrás. Hay que caminar mucho para formar un buen manojo de frases y asumir que los pinchazos serán prácticamente inevitables”. Buen provecho.
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