Donde habite el olvido
Cuarenta y un año después del nacimiento de la democracia y en virtud de una sentencia del Tribunal Supremo el Gobierno socialista exhumará los restos del dictador Franco para reubicarlos en el cementerio del Pardo. Aquello que no pudieron o no se atrevieron a llevar a cabo González y Zapatero, lo que nunca tuvieron intención de acometer los presidentes de la derecha, está a punto de conseguirlo el actual Gobierno. Podría haber escurrido el bulto, como todas las demás administraciones. Su determinación quedará para la Historia de España.
A mí me avergüenzan las cunetas y el Valle del Genocidio donde siguen los restos de decenas de miles de víctimas de la dictadura, lo interminable y penoso del proceso de inhumación, exhumación y reinhumación, —nos hemos visto obligados a familiarizarnos, entre arcadas, con estos términos— el protagonismo viscoso que ha cobrado Franco y su régimen dictatorial en la vida pública de la nación en nuestros días, tantos años después de su interminable muerte.
Soy partidario de la demolición absoluta y total del Valle del Genocidio. Cuanto antes. Hoy mismo, ahora mismo, si es posible. Sin embargo, me preparo para escuchar todavía miles de veces el nombre del dictador, las voces de esa España residual, de camisa azul, que exige la conservación perpetua de la infamia, del memorial que enaltece, por la gracia de su Dios, la victoria del fascismo sobre un gobierno democrático legalmente constituido. Ese esperable vocerío de la ultraderecha que habla de evitar la profanación y las formas en que manifiestan su desacuerdo o fingen desdén algunos partidos democráticos explica decenios de omisión del deber por adhesión o connivencia y, al mismo tiempo, da sentido a la imperiosa necesidad de actuar.
Estoy de acuerdo con quienes defienden que la batalla jurídica por la exhumación ha concedido a Franco y al franquismo una relevancia que creíamos superada, y comprendo cuán irritante se antoja este hecho, tan desagradable que provoca en muchos demócratas la tentación de creer que el féretro de un dictador junto a treinta y tres mil de sus víctimas es un mal menor soportable, preferible a la actual lucha legal y mediática por su traslado a otro lugar donde no se le rindan honores. Cualquier cosa, opinan estos sufridos españolitos, antes de volver a ver en televisión a los allegados y a la cúpula militar rodeando la fosa en el entierro —como si no lo hubiéramos visto ya infinidad de ocasiones durante más de cuarenta años—.
El hartazgo está justificado. Vivimos en un deja vú informativo tal que Ferreras, el de la Sexta, ha batido con el condenado vídeo del entierro la plusmarca mundial de repeticiones en bucle. El programa de autos ha pasado a llamarse Al NODO vivo. Hemos vuelto a la televisión en blanco y negro.
Pero, por desagradable que resulte el proceso legal, la democracia española necesita que la infamia de la dictadura deje de prevalecer. Una democracia que se precie de serlo no debe tolerar un minuto más el mantenimiento de ese mausoleo donde descansan no ya un puñado de huesos, sino la misma esencia de la impunidad y la barbarie de un régimen genocida que exterminó y enterró de la peor manera a más de ciento cuarenta mil españoles.
Es indispensable transportar de una vez esa infamia a un lugar donde no pueda exhibirse de la forma en que lleva haciéndolo casi medio siglo, de sepultarla, en los versos del poeta —exiliado por el franquismo— Luis Cernuda, Allá, allá lejos;/ donde habite el olvido. Los asesinados nos lo exigen desde las fosas comunes. La dignidad constitucional lo necesita. Se lo debemos al futuro de España.
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