Experimento
Para hoy les propongo un ejercicio interactivo, un juego de rol. Cierren los ojos un momento e imaginen que forman parte de una trama criminal que ha llegado al gobierno de un país como, digamos, España. Por decir. Por la fantasía. ¿Ok? Ok.
Son parte, entonces, de esa organización formada por delincuentes de baja, media y mucha monta que, sin saber cómo ni por qué, se ha encaramado al poder y no lo suelta gracias a la ayuda de millones de votantes. Sé que es mucha ficción, casi ciencia-ídem, pero sigan la corriente, es un experimento.
La almohada hace grandes compañeros de cama y tal, así que los entresijos de la vida al margen de la ley —más que al margen, por encima de la ley, taconeando sobre ella— hemos de suponer que también forjan lazos sólidos, amistades, amores tiernos, y digo esto para señalar que, en el mundo imaginario que les propongo ustedes, pese a sus principios, valores y resquemores frente al lodazal de ese gobierno corrupto, sus álteres ego poco a poco aflojan las resistencias y ceden: delinquen, sobornan, aceptan sobornos, abren cuentas en paraísos fiscales; se mean en la cara de la ciudanía, en resumen. Se mean en la cara hipotéticamente, claro; de ciudadanía que no es real, claro. Es todo un ejemplo. Una quimera. Un ejercicio de estilo que me estoy planteando y para el que he solicitado su colaboración —su complicidad. Responsabilidad subsidiaria casi que tienen, si me apuran.
Ya casi estamos. Les pido una pizca más de paciencia. Han pasado los años, los juicios nulos, los pobres cabezas de tuerca que han acabado en la cárcel para salvarles el pellejo, los continuos escándalos que no acaban de socavar la credibilidad del partido gobernante al que ya pertenecen ustedes de pleno derecho. Que ya lideran con destacados puestos y tramas. El dinero continúa corriendo de aquí para allá en esta familia atípica, algunas zancadillas, alguna criba interna, pero, en lo principal, el magnífico, adorado, beneficioso status quo persevera. Pasa el tiempo y, desde su privilegiada posición ficticia, supuesta, presunta, les pregunto, ¿no hay una sola duda, un resquicio de ética? Quiero decir, antes de que iniciaran el experimento eran ustedes, me consta, personas íntegras —o, al menos, medio decentes, con cierto sentido del honor, la honradez o la vergüenza. Y ahora que están en todo el meollo, que conocen el fango y su hedor desde dentro, que lo sienten en las manos, los genitales y las fosas nasales, ¿no sienten un pinchazo, un minúsculo calambre de malestar? ¿Nadie se ve impelido a alzar la voz —no mucho, apenas más que un susurro— o quizá la mano, tímidamente, para preguntar si esto está bien, si esto no está muy mal, si no es suficiente? ¿No existe un límite para la inmundicia, para la doble moral, para el cinismo ególatra?
El poder corrompe, eso dicen. No lo sé, lo máximo que he dirigido yo ha sido una excursión a la peña de Martos con dos amigos —y nos perdimos, pero he de confiar en ese dicho porque muchos autores lo corroboran. Será una corrupción de fondo, como la soledad del corredor. Comenzará desde la juventud, como los primeros amores. Llegará un momento en que no se distinga la parte corrupta de la impoluta, la virgen de la mancillada. Serán personas nuevas, no las que iniciaron el juego hace unos minutos, cerrando con inocencia los ojos. Los abrirán y sus pupilas despedirán destellos rojos y verdes, de políticos astutos o, al menos, cerriles.
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