Hilaria Morcillo: una historia desgraciada pero con final feliz
Pontonera criada entre Villanueva del Arzobispo y Mogón y emigrante en Cataluña, esta auténtica luchadora relata los durísimos episodios de su biografía
"No me hubiera gustado tener que ser una luchadora, pero he tenido que serlo". Lo dice María Hilaria Morcillo Manzaneda, que desde el belvedere de sus ochenta años de existencia disfruta un presente presidido por la serenidad y la estabilidad pero que, si mira al pasado, tiene para adaptar su vida a una película o un libro, de tantas y tan duras situaciones como le ha tocado experimentar en sus propias carnes.
Pontonera de nacimiento, no tiene pelos en la lengua a la hora de señalar el origen de su agitada biografía: "Mi familia estaba totalmente desestructurada".
Tal es así que, asegura, vio en el matrimonio una salida perfecta que, finalmente, se convirtió en otro de los peores capítulos de su trayectoria personal: "Me casé joven para marchar de casa y lo que hice fue ir de Guatemala a guatepeor", sentencia.
No resulta fácil resumir su inacabable batería de desgracias en unas líneas, y seguramente queden en el tintero detalles que, por sí mismos, más de un guionista quisiera para ponerlo en boca de sus personajes; y no solo por falta de espacio, que algunos de los episodios que narra son impublicables, por su propia naturaleza. A buen entendedor...
UNA VIDA MARCADA POR LAS RELACIONES FAMILIARES
Para encontrar un capítulo amable en las memorias de María Hilaria Morcillo hay que referirse ineludiblemente a sus hijos, nietos, bisnietos... Esa apuesta de futuro que le permitió, por vez primera e inigualable, conocer el amor, los valores que envuelven la armonía familiar. Lo mejor de lo mejor.
Porque, aparte de eso, lo suyo ha sido una constante batalla contra la realidad, contra esas desgracias que, como escribió Corneille, el poeta francés del XVII, se alivian si se habla de ellas. Vamos, lo que hace en este reportaje, generosamente, esta pontonera que, sobre todo, se siente "ciudadana del mundo".
Si vuelve la vista hacia atrás en su árbol genealógico, detenerse en la figura de su abuelo resulta trascendental, pero no para bien precisamente:
"Ahora hay gente mala ahora, pero en esa época más. Mi abuelo vivía en Royo Montero, una aldea de Pontones. Era una cacique malo, muy, malo" [por lo que cuenta, el 'derecho de pernada' era costumbre en su casa, a más de sucesos que harían estremecer hasta al más frío de los humanos].
Morcillo continúa: "Escondía la comida a los hijos, yo recuerdo, cuando era muy pequeña, haber tenido que buscar madroños para comer, así que mi madre decidió bajarse a vivir a Villanueva del Arzobispo, al Camino Viejo, en la esquina con la calle Alamillos. Pero yo me crie en Mogón con mi abuela materna". Eso sí, no sin antes apostillar, con comentarios sobre la justicia divina, o el karma, que está más de moda: "Al final, murió solo y rodeado de cáscaras de huevo".
Superado el escalón del inmediato ascendiente, el entrañable recurso materno tampoco le fue propicio, según confiesa: "No sé qué culpa tenemos los niños al nacer, pero mi madre no me quiso nunca, nunca en toda su vida".
De su padre, Marcelino, habla maravillas, sin embargo: "Era buena persona, me llevaba en su taxi; era un hombre muy querido por la gente del pueblo, pero había una solterona en Villanueva que no paró hasta que lo enganchó, y me acuerdo que un día me sacó del taxi como un muñeco de trapo y le dijo a mi padre una palabrota". No solo eso: "Por los clavos del Señor, no quiero ver más a la chiquilla esta ni a la fulana de la madre. Esto se me quedó muy grabado", afirma.
Con estos mimbres, 'le adjudicaron' como progenitor a un hermano del verdadero autor de sus días, una verdad que trataron de impedirle por todos los medios pero que, dice, para ella era ya algo sabido a sus cinco años de edad. Eso sí: "Tengo un gran recuerdo de mi padre, lo quería mucho, me enseñaba a cantar Tani que mi Tani, me quería mucho". El recuerdo, que es el perfume del alma (o eso decía la romántica George Sand, cuya historia guarda no poca analogía con la de la pontonera).
EMIGRANTE EN CATALUÑA EN TIEMPOS DIFÍCILES
Como en una serie televisiva de esas que enganchan, parecería que cualquier punto de inflexión en la biografía de la protagonista de esta historia tendría que ser necesariamente positivo, imposible de superar desde la contrariedad. Pero no, que a su relato le faltan todavía terribles vicisitudes, experiencias encaprichadas en hacer de su paso por el mundo una incesante prueba.
Sí, diez años tenía cuando la familia [valga la definición], animada por el hambre que pasaban en su casa del mar de olivos, decidió tirar para tierras catalanas en busca de sustento, de alguna alegría que, desde luego, no figuraba en el destino de Hilaria. O no todavía.
"Era terrible, nos llamaban charnegos, nos acusaban de robarles el pan, yo lo pasé muy mal, estuve a punto de morir. no me querían". Allí se casó con el padre de sus hijos, un hombre marcado igualmente por la desgracia al que le tocó hacer un servicio militar tardío, ya con hijos en el mundo, y que a causa de un accidente castrense terminó "encerrado en el manicomio":
"Después del accidente tuvo esquizofrenia paranoica, y yo tenía que huir de los cuchillos, lo pasé muy mal. Quería matarme, así que quitaba a mis hijos de casa, los mandaba a jugar para que no vieran nada. Su enfermedad no tenía remedio". Así hasta su muerte.
Entretanto, trabajar y trabajar para sostener su presente y construirse un porvenir: se sacó el carné para conducir caminones (dice que fue una de las primeras mujeres que lo hizo a principios de los 70), y con sus pequeños se iba de ruta a la carretera hasta que decidió cambiar de trabajo, ahorrarles el palizón a las criaturas.
Trabajó también, duramente, en una conocida fábrica de patés: "Menos de fulana, he hecho de todo". Mujer sensible y emprendedora, conoció a un grupo de personas que elaboraban bolsos y se puso manos a la obra, hasta el punto de que, además de hacerlos, los distribuyó y, así, como el que no quiere la cosa, llegó a exportarlos a varios países europeos y a tener a su cargo a alrededor de ochenta artesanas en el negocio. Empezaban a cambiar las cosas para ella.
Madre de tres hijos, abuela y bisabuela, dice que ha procurado, a lo largo de toda su vida, darles a ellos lo que ella no recibió jamás: "Son muy buenos y humanitarios, y me quieren con locura. Ellos son el regalo que me hizo Dios", celebra.
Por ellos no ha hecho las maletas para regresar, definitivamente, a su patria chica, aunque a ver quién le quita sentirse andaluza, jiennense por los cuatro costados. Si será verdad, que se gastó "millón y medio de pesetas" en una réplica de la patrona villanovense, la Virgen de la Fuensanta, a la que venera en su hogar de Roda de Ter, a un tiro de piedra de Vic:
"No puedo negar mis raíces, me siento andaluza de raza, adoptada por Cataluña y ciudadana del mundo entero". Del mundo entero, sí, pero no tanto como para no dejarse caer por el municipio que la vio crecer, participar en la romería de la Fuensanta y, pese a tanta desgracia, elegir aquello que más le merece la pena descartar de su memoria, como recomendaba el Nobel galo Martin du Gar.
Una biografía copada de sombras que, por fortuna y a base de esfuerzo y trabajo, pone en la existencia de María Hilaria Morcillo Manzaneda el mejor de los finales. Bueno, literariamente hablando, porque escuchándola queda claro que de final, nada de nada. Vivísima y activa. Por encima de las circunstancias.
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