LA ÚLTIMA 'CAMARERA' DE LA CRUZ DEL CASTILLO
Madrileña de nacimiento pero jiennense de alma, corazón y vida, Carmen Balguerías Jiménez es, a sus 92 más que lozanos años, la depositaria del honor de conservar uno de los elementos más icónicos de Jaén desde que, a mediados del XIX, su bisabuelo recibiera el encargo y relevara a las monjas clarisas en tan honrosa tarea
El debate, más o menos latente, en torno a la conveniencia de derribar o mantener en pie la cruz del Valle de los Caídos una vez trasladado el cadáver de Francisco Franco no ha encontrado, por ahora, el más mínimo eco en la capital jiennense si se trata de cuestionar la presencia de un icono tan arraigado entre la gente de aquí como el que corona el cerro de Santa Catalina y, desde la lejanía, anuncia el entrañable paisaje de la ciudad. Por ahora (conviene repetirlo).
No en vano, cuando el Caudillo ordenó erigir el monumental símbolo en la cima de Cuelgamuros, a mediados del XX, hacía ya la tira de siglos que un madero más o menos visible, más o menos resistente, culminaba las alturas de Jaén junto con el Castillo de Santa Catalina... y ya se sabe: la veteranía es un grado.
Ya en 1567 aparece por primera vez en el dibujo que Anton van den Wyngaerde realiza sobre la ciudad, y a partir de ahí ha sido plasmada por los mejores pinceles de aquí o a través del objetivo de las cámaras de profesionales y amateur de la fotografía hasta convertirla en hito imprescindible de la iconografía capitalina.
Ahí está desde que, en 1246, Fernando III ordenase que en el mismico punto donde hoy se alza se enseñorease de todas las miradas una cruz como símbolo de la filiación cristiana del Santo Reino. Tradición que, mientras no se demuestre lo contrario (y está complicada la cosa), se mantiene imperturbable por más que el viento, "¡el aire de Jaén, que es mucho aire!" (escribió el cronista González López) ensayara todo el año para llevársela por delante en cuanto la tenía a tiro.
LAS PRIMERAS 'CAMARERAS' DE JAÉN
Como el que no quiere la cosa, el rey santo creaba, de paso que añadía estas tierras a su mapa de reconquistas, la figura de la camarera en torno a la Cruz del Castillo, seguramente sin imaginarse que, siglos después, el oficio de cuidar de los ajuares sagrados y conservarlos en perfecto estado generaría en la ciudad del Lagarto generaciones y generaciones de mujeres inolvidables en esto de preservar de los males del tiempo y el uso los tesoros de las imágenes más veneradas.
Sí, nada más ver aquel primer crucifijo (humilde, austero a rabiar) en las rocas del cerro, San Fernando lo tuvo claro y, en consecuencia, optó por las clarisas para encargarlas de que a aquel monte no le faltara nunca su cruz, ni a la cruz todos los cuidados: "Es mi voluntad que esa cruz no falte nunca y os encomiendo que cuantas veces se caiga o destroce, la repongáis", dicen que les dijo el padre de Alfonso X el Sabio.
A las monjas no les pillaba precisamente de paso, enclaustradas como vivían en su primer convento, allá por el entonces arrabal al que daban nombre, a dos pasos de la Catedral, pero si lo había mandado el rey... Más de una vez les tocaría arremangarse el hábito y cargar un nuevo leño para sustituir al abatido por el soplo de Eolo (primero desde la Plaza de Santa María y luego, desde 1494, con punto de partida en el nuevo monasterio franciscano de la collación de San Pedro, donde continúa) hasta ese punto donde Jaén está más cerca del cielo que de la tierra. ¡Las pobres!
Así, una y otra vez (solo entre los siglos XIX y XX hacen falta más dedos que los de las dos manos para contar las ocasiones en las que el vendabal las hizo volar por los aires) hasta que, en 1835, el Obispado hizo recaer la tarea de conservar la Cruz en un ilustre personaje, Juan José Balguerías Brunet, médico y concejal de ascendencia francesa pero enamorado de su tierra jiennense hasta el tuétano.
"Ocurrió cuando la Desamortización, que desaparecieron todas las cosas de la Iglesia, y cuando volvieron otra vez se lo dieron a mi bisabuelo", evoca Carmen Balguerías Jiménez, que a sus noventa y dos años más que bien llevados puede presumir de ser la última camarera de la Cruz del Castillo, además de la madrina de la que, desde 1951, marca la estatura de la capital, allí donde se ven las águilas por el lomo (reza un viejo dicho jaenés).
MADRINA DE LA ACTUAL CRUZ DEL CERRO
Carmen Balguerías es historia viva de Jaén. Nacida en Madrid en 1929, el mismo año que Tarzán, la primera edición de los Oscar y el terrible crack de la bolsa neoyorquina, su sangre es tan de aquí como el morado de la túnica de El Abuelo o el 'ea'.
Reina de una preciosa e histórica casa del barrio de la Alcantarilla de esas en las que da gusto quedarse y no salir en todo el día, no perdona sus 'mandaos' ni su vida social en las calles de una zona de la capital de cuyo paisaje es ya, ella misma, elemento inseparable.
Y a estas alturas, también la depositaria del encargo que, en su día, la Diócesis hizo a su antepasado, y que lleva a gala. Balguerías recuerda para Lacontradejaén sus vivencias desde que tuvo uso de razón y supo que el destino de la Cruz del Castillo estaba indisolublemente unido a su apellido:
"De toda la vida lo he sabido. Recuerdo que, cuando era pequeña, se bendecía la nueva cruz de madera en el Obispado y había un viacrucis hasta la cruz. Vivíamos en Madrid, y mi madre venía con mi tía y subían con el viacrucis a llevar la cruz", en alusión a las veces que la furia del aire se ensañaba con el inmemorial madero y tocaba sustituirlo.
Bisnieta de Balguerías Brunet (el que españolizó los franceses Balguerí Boronet que hasta mediados del XIX llenaban sus 'DNI'), nieta de Eduardo Balguerías Monereo e hija de Eduardo Balguerías Quesada y Antonia Jiménez Pinilla, Carmen deja perfume a Jaén por donde pasa y podría llenar todo un libro de memorias a cuenta de su familia, entre cuyos ilustres destaca la figura de su progenitor, director vitalicio del Jardín Botánico de Madrid, catedrático, médico con calle en la capital jiennense...
Fue precisamente su padre quien en 1951, y ante el enésimo derribo de la Cruz por el viento, asumió junto con su hermana Dolores el coste del nuevo y monumental símbolo que, de purísimo blanco, capitaliza la atención de todos los ojos que habitan o visitan la ciudad. El hombre que, pocos años antes, se presentó en el despacho del alcalde de turno y le espetó un "tendrá que ser por encima de mi cadáver" cuando supo que se planeaba colocar en lo alto del cerro una colosal imagen de Cristo.
"Papá supo, cuando estaba aquí de arquitecto municipal Antonio María Sánchez, que se iba a poner ahí un Sagrado Corazón. Mi tía llamó a mi padre, este pidió permiso en su trabajo, cogió el tren (no le gustaba el coche, no tenía), se vino a Jaén, fue al Ayuntamiento y habló con el alcalde [Juan Pedro Gutiérrez Higueras]; uno que estaba en la puerta le dijo que no podía entrar, pero en cuanto el alcalde lo vio le dijo 'Eduardico, ¿qué haces aquí? Y mi padre le dijo eso, que tendría que pasar por encima de su cadáver", narra su hija no sin añadir: "¿Qué iba a hacer un Sagrado Corazón ahí? ¡Ni que fuera esto el Corcovado!".
UN ICONO DE JAÉN DESDE 1951
Curiosamente, el mismo arquitecto que en palabras de Carmen Balguerías apostaba por ubicar el Sagrado Corazón de Jesús en la cumbre del cerro de Santa Catalina fue el encargado de proyectar la hasta hoy definitiva, la que ningún airazo de aquí ha inquietado ni lo más mínimo.
Sí, el mismo que diseñó la plaza de toros de La Alameda, la iglesia de Belén y San Roque, un montón de obras más repartidas por la capital de la provincia y un buen número de municipios de España fue quien trazó el símbolo cristiano por excelencia para la ciudad, con diez metros y medio de altura y cuatro de envergadura, ¡casi nada!
"Sobre las piedras grises / una cruz blanca, / tan cerca de las nubes / como las águilas...", escribió Felipe Molina Verdejo a finales de los 50, más de un lustro después de inaugurada la fortísima y emblemática construcción de hormigón armado.
De pasarla del papel a la piedra se encargaron los obreros capitaneados por Luis Siles Mellado, que recibió las 36.103,04 pesetas que costó a los Balguerías levantar la Cruz. El 7 de octubre de aquel ya lejano 1951, el obispo Rafael García y García de Castro bendijo la nueva obra en presencia de la familia y de un nutrido grupo de autoridades. Entre todos ellos, Carmen Balguerías brilló con luz propia, con apenas veintidós añitos, al actuar como madrina de la bendición:
"Subí con unos tacones de diez centímetros, mantilla y con mi tía de setenta y dos años a esperar que subieran el obispo y el entonces gobernador de Jaén, Felipe Arche Hermosa. Subimos con Pío Aguirre, que entonces era concejal, y estuvimos dos horas esperando. Cuando llegaron el obispo y los demás, nos pidieron perdón y nos dijeron que habían estado con doña Carmen. Yo dije: ¡no sé quién será doña Carmen, pero doña Dolores Balguerías es bastante más importante que doña Carmen!; y es que había venido la mujer de Franco, estuvieron con ella y nos tuvieron dos horas allí", rememora la última 'camarera' de la Cruz del Castillo como si hubiese pasado ayer mismo.
Un papel que, lejos de ejercer de manera simbólica, Carmen Balguerías Jiménez asume como una obligación sentimental casi doscientos años después de que su familia tomase el testigo a las clarisas y a prácticamente siete décadas de aquel 7 de octubre de 1951 que cambió para siempre (lo mismo es mucho decir esto de para siempre) el paisaje de Jaén.
"Cuando va a llegar noviembre, mando a trabajadores de la finca y la blanquean", manifiesta en alusión al personal de su confianza que se gana la vida en su casería, otro de esos hitos patrimoniales de la ciudad que daría, por sí solo, para un buen reportaje. Se queja, eso sí, de la actitud de quienes, como el viento que derribaba las endebles cruces de madera hasta mediado el XX, se empeñan en hacer mixtos la placa que, en la propia cruz, da cuenta de su donación por los Balguerías: "Cada vez que la ponemos nos la rompen, se conoce que les da mucha rabia", ironiza.
Una historia de leyenda que tiene en esta lúcida y amabilísima jiennense con dos carreras universitarias (y no son tres porque Historia del Arte le vino larga y la dejó), a su más cercana protagonista.
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