La intimidad de un anfiteatro con Kiko Veneno
El viajero vuelve a pasar por La Iruela desafiando aquello de que al lugar donde has sido feliz no deberías volver. Pero le gusta caminar por esas calles empinadas y estrechas, ajenas casi al turismo masificado. Siempre le gusta acabar el paseo entre las ruinas de la iglesia de Santo Domingo y el viejo cementerio, donde aún reposan restos su descanso tal vez eterno. Al lado un restaurado castillo que se yergue desafiante sobre una mole de piedra.
Bajo esa defensa, símbolo guerrero, aparece un semicírculo de piedras mollares que contrasta en esa característica de la tierra que fue de frontera, un anfiteatro. Cada vez que el viajero pasaba por el lugar se entristecía porque parecía un decorado de peplum, de peli de romanos, tan solo transitado por alguna cabra montesa que al atardecer ramoneaba por allí entre gradas y peñascos. Y entre las ilusiones siempre percibía las posibilidades que alcanzaría un concierto o una obra de teatro en aquel privilegiado escenario.
Lo corroboró en la extraña, por inusual, actuación de un grupo étnico, que maravillados con el lugar decidieron quedarse varios días a grabar el disco que preparaban en estudio. Ese encanto tiene el lugar.
Y como de paso el viajero conoce la actuación de Kiko Veneno, con el que tiene la suerte de compartir amistades y familiares, y lo cuenta entre los lectores de los libros que servidor publica de poesía, decide quedarse para ver qué nos trae en acústico en el lugar mágico. Creo que es un acierto la oferta “desenchufada” porque el lugar ya tiene puesta la intimidad para acogerlo. Poco a poco se va llenando el anfiteatro, con solo una puerta, no tiene vomitorios. Gente diversa, jóvenes alternativos, adultos melancólicos, familias con cachorros muy pequeños, tal vez demasiado para un concierto de matices y en momentos de lirismo. Se llena el aforo. Molestan un poco una barra y una crepería demasiado pegadas al escenario. Se acaba pronto la cerveza, antes del comienzo. Le recuerdan a los expendedores que “hace mucha calor” y vuelven al cabo con refuerzos. La falta de costumbre en estas lides.
Kiko se presenta con dos guitarras, una más flamenca y otra más R&B para ir alternando temas de su obra conocida y coreada por el público. Brinda entre temas por la salud y otras cosas necesarias y va creando un clima cercano, pese a que frente a él se presenta un espacio vacío antes del público, y este encantado canta con él estribillos reconocibles, incluso temas completos. Los asistentes están entregados y Kiko modela la actuación para detenerse en cantecitos que tantos han imitado, aquellos que llaman akikados y letras que son poemas y gusta escucharlos mirando la grandeza del castillo tras su escenario escueto y desprovisto de los artificios como luces cambiantes, pantallas o proyecciones. Un hombre y su guitarra. Qué tontería, me acuerdo de Dylan y el Nobel. Un efecto de extraña luz proyecta la silueta de macho montés que pasea por las piedras del castillo, parecía el único efecto en una noche de concierto austero, que no simple. Voz y música.
Tras el concierto el viajero se acerca y charla un rato con familiares del cantante y amigos. Le ha gustado al artista el sitio y se ha encontrado a gusto. El sitio, el sitio. El viajero le traslada la duda de no haber incluido ningún tema del disco nuevo que estará para el otoño y el artista le comenta mientras firma discos de vinilo que no lo veía en este concierto, con solo una guitarra. La gente le pide fotos y accede. El alcalde está contento de que le ofrecieran este concierto desde la diputación de Jaén, en el ciclo “Noches de palacio” y los asistentes más. Le recuerdan al alcalde gentes llegadas de fuera para el concierto, que debe programar más cosillas en tan privilegiado espacio y el alcalde les da la razón.
El viajero se despide y se emplazan hasta otro concierto, no sin antes desear al artista toda la suerte del mundo para el próximo disco. Se enfilan las callejas de La Iruela cuando ya el público se ha marchado y se aparece una estampa lorquiana en una plazuela: “la noche se puso íntima” mientras resuena una letra que el vaijero tararea: “El sueño va sobre el tiempo/ flotando como un velero./ Nadie puede abrir semillas/ en el corazón del sueño.”. No sabe la razón por la cual la recuerda hoy si no la ha cantado, pero se agradece esa compaña al pasear. “En el corazón del sueño”.
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