La moral se viste de Prada
Rutina. Un día más sumergida en la rutina. Mi primera tarea es adelantar los productos que están colocados en los estantes metálicos que coronan la zona de higiene corporal de la perfumería. Empiezo por los desodorantes: es asombrosa la cantidad de desodorantes que pueden venderse en un día. Continúo por las pastas dentífricas y, después de veinte minutos, termino por la zona de fragancias selectivas. Hay todo tipo de marcas de lujo personificadas en forma de frasco de perfume, además de una cantidad significativa de cremas —envasadas en recipientes de diversas formas y tamaños— que prometen devolver la luz de la juventud al rostro de la persona que la utilice: El elixir de juventud tiene textura viscosa y se unta en la cara.
La mañana transcurre sin sobresaltos hasta que llega ella. Mujer alemana de —calculo—unos cincuenta años. Viste unas sandalias doradas de tacón de aguja y un mono bicolor de corte retro. Lleva gafas de sol de Prada —una marca bastante cotizada— y los labios maquillados en color melocotón. Se dirige al lugar dónde están colocadas las lacas de uñas. Las observa todas detenidamente, analizando los colores, las texturas y la calidad del frasco que las contiene.
Finalmente se decide por un color anaranjado que combina perfectamente con el que ha escogido por la mañana para acentuar sus labios. “Buena elección”, me digo a mí misma. Se dirige hacia la caja y, en el trayecto, me lanza una mirada a la que yo respondo con una sonrisa cordial. Paso el frasco por el lector del código de barras y le revelo el importe en un alemán prematuro. Como respuesta, saca su cartera de piel y me extiende un billete de cincuenta euros recién expulsado del cajero automático. Le doy el cambio, le pongo el producto en una bolsa y le doy las gracias, de nuevo en alemán.
De repente, el rostro de la mujer se desencaja. Se retira bruscamente las gafas y me pregunta con una pronunciación española tan prematura como la mía en su idioma: “¿Por qué me hablas en alemán?” Tras unos segundos de reflexión, le explico que forma parte del servicio que se da en la perfumería, para dar una atención más personalizada a los clientes, de los cuales un alto porcentaje son turistas alemanes.
Vuelve a lanzarme una mirada fulminante “No debes hablar en alemán, habla en castellano y que se esfuercen los demás, que para eso son ellos los que vienen a un país que no es el suyo”. Coge la bolsa y se va, sin ni siquiera decir adiós, sin ni siquiera mirarme.
Está clarísimo, su razonamiento no da lugar a réplica. “Lleva razón”, me digo a mí misma. En ese preciso instante decido que no voy a volver a hablarle a ningún extranjero en otro idioma que no sea la lengua cervantina.
Entran dos nuevos clientes. Me preguntan, en alemán, el lugar en el que está ubicado el quitaesmalte. Les contesto en perfecto castellano. Acto seguido me miran con cara de pocos amigos y, pasados unos segundos, abandonan la tienda sin comprar nada. ¡Maldición, mi jefe ha entrado por la puerta y, sin darme cuenta, ha presenciado la escena!
Se dirige hacia a mi como un poseído y me deja las cosas muy claras: “Te contraté porque sabes idiomas, si no quieres atender bien a nuestros clientes, ya sabes dónde está la puerta.”
He aprendido una gran lección, aunque la moral lleve gafas de Prada, la pela es la pela.
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