Luciano sigue corriendo
Era un entrenamiento cualquiera, típico de pretemporada, por la montaña abulense de Mijares, en agosto de 1992. Se acercaba la cita mundialista de Hong Kong, un par de esquinas más allá, en noviembre, y la motivación era el principal combustible para un deportista de élite. El fútbol sala atravesaba una época de crecimiento y progresión, con la reciente creación de la Liga Nacional de Fútbol Sala tras la unificación de 1989, y esa plenitud coincidía con su mejor estado de forma como futbolista. Era un fijo en la selección española, de la que no olvidaría ni el primer ni el último minuto que disputó con la camiseta nacional, e incluso llegó a lucir el brazalete de capitán como síntoma de que se hallaba en la cima de su trayectoria deportiva, con los mejores en el mejor combinado. El campeonato mundial sería la constatación de que podría hacer historia con los colores de su país. Pero Luciano Herrero notaba que perdía peso a cada zancada que daba. La menudez de su cuerpo no era la razón por la que llegaría hasta los poco más de 50 kilos. No era normal, como tampoco lo era no sentir malestar o dolor alguno y sudar por las noches como si las sábanas escondieran una ducha nada más cerrar los ojos. Se despertaba empapado y agotado, con falta de respiración, unos síntomas que no parecían cercanos a una simple contractura, como le dijeron al llegar a Torrejón de Ardoz.
Puedes leer el texto en el libro Sueños de fútbol sala, de Antonio Pulido.
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