Mi madre y las luces malvas
Mi madre murió una semana antes de que unas luces malvas me alumbraran en este altar junto a Andrés Neuman. El malva es mi color favorito, y Andrés es uno de mis escritores favoritos, y San Lorenzo se ha erigido en uno de mis lugares favoritos, de mi ciudad favorita. Esa noche, la de las luces malvas, a pocos metros de aquí, actuaban los 091, uno de mis grupos favoritos. Había comprado meses antes las entradas, tuve que revenderlas cuando Manolo Berlanga me invitó a conversar con Neuman, dentro del II Festival de la Palabra. ¿Quién le dice que no a Neuman? Y, sobre todo, ¿quién le dice no a la Fundación Huerta de San Antonio?
Mi madre muerta. Se lo conté a Andrés, cuando fui a recogerle a la estación, para justificar mi tristeza, mi falta de entusiasmo o, tal vez, solo para buscar abrigo. No lo sé. Sé que nos acabábamos de conocer, que nos estábamos conociendo, que nos estrechamos la mano y que le dije eso: mi madre ha muerto, murió hace una semana.
—Hablemos de nuestras madres muertas —respondió.
Tomamos algo, haciendo hora. Y en lugar de nuestras madres, hablamos de César Aria, Eloy Tizón, Jon Bilbao, Hipólito G. Navarro, Juan Casamayor… Y de su Buenos Aires querido y de mi Úbeda querida. Luego, ya aquí, en este altar, se impuso la magia de las luces malvas y la importancia del cuento actual y de la poesía actual y el sobrecogedor viajero del siglo que nos prestó para siempre Neuman. Viajar debería ser nuestra única ambición en la vida. A mi madre le encantaba viajar, disfrutaba leyendo todos los rótulos, consiguiendo, de ese modo, que lugares insospechados se sumaran a nuestro itinerario. Mi madre muerta, Neuman, San Lorenzo, los Cero, Úbeda…
Nos acostamos muy tarde y muy borrachos y muy felices. Se puede ser feliz en la tristeza; de hecho, creo que conforma la única manera lógica de completar y contemplar el círculo. Yo, al menos, jamás he sido feliz sin una tonelada de pena sobre mis hombros. No entiendo una alegría sin su reverso. No la entiendo. Mi madre muerta, Neuman, San Lorenzo, los Cero y su Maniobra de Resurrección.
Se hizo de día muy pronto, al ruido de los tambores: Domingo de Ramos, ¡qué cosa!
La idea era volver aquí, para disfrutar de la conversación de Muñoz Molina y Elvira Lindo, bajo las luces malvas. Una idea maravillosa que, en ese preciso momento, se me antojó la peor del mundo; porque yo necesitaba regresar a mi duelo, a mi madre muerta; apagar las malditas luces y envejecer solo, lo que quedaba de ese mes y de ese año.
Fui a Linares a recoger a los perros con los que vivo, con intención de marchar rápido a mi retiro en la Sierra de Segura, y me encontré a un tipo montado en una burra que, a su vez, se aposentaba en un trono. Ese tipo era Jesús de Nazaret; una suerte, de veras, porque él y una multitud impedían que accediera a mi casa. Y con la gente no me hubiese atrevido, pero con él sí saqué el valor suficiente para hacerlo.
Le expliqué lo de mi madre, lo de la noche anterior, mi necesidad de huir, mi angustia frente a cualquier adversidad, mi necesidad de estar solo, en mi duelo.
—Y dime, ¿qué quieres? —me preguntó.
—Que aligeres el paso, que desaparezcas, que te vayas a cenar ya.
Y lo hizo: Jesús y la borrica se apiadaron y desaparecieron, llevándose tras de sí a la multitud.
El resto de ese mes y el año que se construyó sobre él y este año que le ha seguido me han servido para saber que las madres no mueren y que las luces malvas se perpetúan en la memoria, lo mismo que los viajes.
Al poco de aquello subí a Galicia. Galicia es mi país favorito, y el de mis hermanos, y el de mis padres. La primera vez que la visité fue con ellos, hará veinticinco años. Mi padre entonces llevaba puesto un sombrero. Mi padre muerto, enterrado aquí, en el cementerio de Úbeda. Ese día, el de mi primera vez, me quedé a vivir para siempre en su sombrero.
Los padres tampoco mueren. El mío se crio en la calle Trinidad, y no hay un solo día que no pase por allí y no le encuentre asomado al balcón, junto a mis tías, batiendo con entusiasmo sus manos.
—Chico, lleva cuidado y llama cuando llegues —dicen, gritan.
Úbeda, Andrés Neuman, la calle Trinidad, las luces malvas, San Lorenzo, Muñoz Molina, Elvira Lindo, Juan Vida, Miguel Ángel Barrera Maturana (Si mal no recuerdo), Granada, Manolo Berlanga, Libros Prohibidos, Mónica Doña, Mágina, Vázquez de Molina, El Salvador, la Maniobra de Resurrección, mi madre viva, batiendo sus manos, junto a mi padre y mis tías, la ficción, la maravillosa ficción en la que vivo…
—No te olvides de llamar cuando llegues —dicen, gritan.
En este mismo instante tendría que estar en Navalperal, una cumbre preciosa de la bendita Sierra que habito, escuchando a Beethoven, dentro del ciclo de Música en Segura. De nuevo tenía las entradas compradas, y en esta ocasión ni siquiera he contado con tiempo para revenderlas. Pero quién le dice que no a la gente de La Huerta de San Antonio, a Úbeda, a San Lorenzo, a Juancaballos, a esta historia tan hermosa, a vosotros.
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