Metáfora para la recepción cultural
Pudiendo parecer asunto baladí, heme aquí esta semana estival reflexionando sobre el acercamiento entre el público y la diversidad de eventos culturales anuales, tanto independientes, como los programados a través de equipamientos e instituciones públicas y privadas. Para adentrarnos poco a poco en esta relación, he encontrando un texto que leí hace tiempo y que a día de hoy, considerando mi propia experiencia como parte de este público participante y como humilde gestora cultural, se me antoja ofreceros una descripción metafórica un tanto personal, de cómo va cambiando nuestra recepción hacia lo que denominamos “cultura”.
Tiempo habrá para detener nuestros pasos en las reflexiones de expertos que nos hablan acerca del estado de las instituciones culturales, su organización y número de visitantes anuales -de tratamiento y consideración complejos- por lo que mi camino hoy se dirige hacia el público que disfruta y recoge las experiencias alrededor de los objetos y sensaciones que nos proporciona el “hecho cultural”.
¿Cuántas veces nos hemos preguntado cómo se acoge una obra de arte, un libro, una imagen, una obra de teatro o danza, en definitiva, un hecho cultural por parte de cada una de las personas que asisten a una exposición o muestra determinada? Se impone ante la cuestión, una heterogeneidad de opiniones e historias recuperadas. Cada actividad cuenta sus historias, cada visitante cuenta las suyas propias.
Considero que este es el verdadero reto de la nueva difusión cultural: coleccionar encuentros, fotos y reflexiones, como quien colecciona distintas arenas en botecitos tras sus viajes y los coloca en una estantería para recordar momentos vividos, historias narradas por el compromiso estético de artistas y espacios. En su libro, La furia de las imágenes, Joan Fontcuberta hablando de la inflación del selfie en la post-fotografía afirma que: “se cuelgan en la red expresando un doble impulso narcisista y exhibicionista, que también tiende a disolver la membrana entre lo privado y lo público”.
El fragmento anterior puede ilustrar metafóricamente la recepción de la cultura de una forma sincrónica, que evoluciona ineludiblemente hacia una comunicación virtual entre la diversidad de públicos.
La arena contenida en los botecitos, ya no queda instalada en las estanterías y paredes de nuestras casas bajo la premisa de su pertinencia íntima, sino que sale potencialmente de ellas a través de los nuevos roles del usuario, del visitante, del público, convirtiéndose en los polémicos ”selfies”, fotografías que muestran todo el interés suscitado en comentarios relacionados apresuradamente y mostrados en las redes sociales como si en realidad nuestra experiencia receptora fuera una colección competitiva, tomada en términos cuantitativos en cuanto al número de eventos al que asistimos, sin dar una real importancia a lo que verdaderamente nos ofrece el acercamiento a la cultura en cualquiera de sus disciplinas y expresiones. Nuevos contenedores de arena que conocemos como “tweets” o “posts”, nos hacen guardar de manera pública la sustancia de la cultura, el viento de las sensaciones que esta nos aporta, prevaleciendo el “yo también estuve allí”, tengo mi botecito de arena que lo demuestra a través de un mayor o menor número de “me gusta”.
Difundir, coleccionar, disfrutar, se me antojan verbos con los que me gustaría animaros a pensar estos días, sobre el valor de la cultura entendida como modelo de evolución social, a través de sus infinitas metáforas de recepción.
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