¡Murcia a tope!
Cuando las cifras, los datos, la realidad fragmentada apenas permiten rascar la superficie de los tiempos y los afanes, aparecen los intérpretes y los augures, velados sus ojos por el mismo velo positivista. Pero el artista, guiado por las musas, avanza decidido en pos de la esencia de las cosas. Callad pues, ¡oh catedráticos y economistas, tertulianos y periodistas!: para encontrar la verdad de esta España mía, esta España nuestra, nos basta una obra de arte nacida del genio de Mariano Ozores allá por 1970.
"En un lugar de La Manga" participa, ya desde su título, de esa alma española quijotesca y unamuniana. La fecha de su estreno, además, habla por sí sola: 12 de octubre. Su protagonista, es el genérico Juan, encarnado por Manolo Escobar quien, si bien limitado en el plano interpretativo, rebosa españolidad por sus cuatro puntos cardinales. Resulta que Juan vive junto a su abuelo en un idílico paraje aún virgen de La Manga del Mar Menor hasta donde ha llegado una constructora para levantar bloques y más bloques de apartamentos capaces de poner a España en marcha hacia un futuro luminoso.
El progreso, sin embargo, tropieza con la primitiva piedra angular ibérica, la cerrazón de un Juan que se niega a vender la finca de su abuelo porque la tierra y la herencia recibida y lo eterno y lo inmaterial… ¡Menudo mameluco primitivo! ¡Sentimental y ecologista! ¡Recalcitrante!
Como España una vez en marcha no puede echar el freno, la empresa envía a un gerente con bigote y chequera interpretado por López-Vázquez. En un épico número musical, este intenta comprar la voluntad de Juan a base de billetes, a lo que la voz cristalina de Manolo Escobar replica con estos atinados versos:
"Señores, yo soy un hombre del siglo veinte… pero español /que eso es como reírse del mundo entero… menos de Dios". Y continúa: "me gusta oír las campanas de mi parroquia, pero también bailar un ritmo ye-yé y hasta protestar, pero el orgullo no me venga a comprar…"
Menuda declaración de principios, el último mohicano de este pueblo vendido a los modernismos porque, tal como él mismo reconoce, "la vida está un poco achuchá".
Pero un poco más adelante, el giro central de esta historia nos sitúa de nuevo con los pies en la tierra. La novia de Juan descubre el verdadero motivo de su negativa: si empiezan a excavar en la finca van a descubrir el cuerpo de un vecino al que su abuelo mató en la guerra. Y aquí es donde la negra sombra arrojada por los rojos sobre este país se nos muestra como el obstáculo que vuelve a interponerse entre España y la prosperidad.
Varias vicisitudes, coplillas y equívocos erótico-festivos más adelante, la memoria histórica sufrirá el golpe definitivo para regocijo general: resulta que al vecino no lo mató el abuelo de un escopetazo sino un camión. ¡Acabáramos! Como las deudas del pasado quedan saldadas pero no así las del presente, Juan vende la finca en un abrir y cerrar de ojos y se forra. El pueblo entero puede entregar sus tierras a la constructora y se forra. La constructora puede convertir un paraje natural maravilloso en un bosque de falos para atraer a las suecas y se forra. Todos salen ganando y, para celebrarlo, organizan un baile que ríete tú de la aldea de Astérix.
Pero no es el fin. Es el último fotograma congelado durante casi medio siglo en el que aún vivimos. Juan Español Español, su mujer, su pisito, su coche, su apartamento en primera línea de playa, su pantalla de plasma, su aifón, su colegio de pago para los niños, su jornada semanal de cuarenta-y-las-que-sean horas, su pasado enterrado bajo el cemento, su futuro oculto tras el cemento. La sensación de asco que produce escuchar a alguien decir “por mis huevos”, “con dos huevos”, “olé sus huevos” y saber que tiene razón, que este país pertenece a sus machos alfa con su negro pelo crespo que imponen su viril voluntad porque se saben impunes y saben que sus actos no acarrean consecuencias, ni penales, ni civiles, ni electorales. Si acaso, algún apéndice óseo astillado en la berrea, que es lo que tiene andar siempre a tope.
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