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Entre escritos, obras de arte y un programa de atención a expulsados

Por Gerardo López Vázquez - Diciembre 02, 2023
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Entre escritos, obras de arte y un programa de atención a expulsados
Imagen de recurso. Foto: Pixabay.

Siempre que empiezo a escribir un artículo me encuentro en la misma tesitura. El fondo blanco me absorbe durante unos minutos, en un breve pero extenuante proceso de organización de ideas. La tinta negra, siempre digital, entiéndaseme bien, aparece y desaparece. Me atrevería a decir que protagonizo un proceso similar al de pintar un lienzo. Una obra impresionista, donde los colores y las letras van haciendo presencia y, a la vez, despidiéndose en un proceso que busca plasmar la realidad, la fugacidad de una idea y la instantaneidad de una visión.

Escribir y pintar son dos caras de una misma moneda. Son el medio, el mensajero. Una clara y eficiente forma de expresión, de manifestación artística y, sobre todo, de concreción humana. Pensemos que ambas parten de unos principios que están inminentemente ligados al proceso educativo. A fin de cuentas, ¿no es también la educación un medio para un fin?

Decía el filósofo prusiano Immanuel Kant que el hombre sólo puede ser hombre por la educación, no es nada más que lo que la educación hace con él.

Y es que el fin de la educación no es otro que el de formar ciudadanos cívicos, competentes y autónomos. Partiendo de esta base, el proceso educativo ha de erigirse como un fenómeno transformador, que moldee, dé forma, aplique nuevas tonalidades y, sobre todo, que aporte color a cualquier ciudadano del futuro.

Educar, escribir o pintar tienen mucho en común. El alumno se nos presenta como ese lienzo a moldear. Sin embargo, como le ocurre a todo artista, existen una serie de condicionantes, el estudio, la calidad del pigmento, de la luz o del propio soporte, determinarán el resultado final de nuestra obra. En este aspecto, el apoyo de las instituciones públicas es fundamental. La educación necesita más recursos y algunas modificaciones en algunos ámbitos. El primero y más acuciante, el número de discentes que tenemos en cada una de nuestras aulas. Cifras que, en muchos casos, superan la treintena. Recuerden que estamos hablando de adolescentes. Adolescentes, que albergan diferentes particularidades, etapas de madurez y normas de conducta o comportamiento. Todos ellos, agrupados en apenas veinte metros cuadrados y durante seis largas horas al día. La verdad es que, en muchas ocasiones, las clases son verdaderas hoyas a presión.

Desde mi etapa estudiantil, siempre he tenido claro que a la hora de abordar el proceso de enseñanza y aprendizaje es posible implementar diversas y variadas metodologías. Cada una de ellas adaptada a una realidad o contexto, que puede ser cambiante. Sin embargo, hay un elemento que, a mi juicio, debe de ser omnipresente, innegociable e indispensable. Y este elemento no es otro que el orden. No hay posibilidad de aprendizaje sin orden.

Pensemos que vivimos en un entorno hiperindividualizado donde el “sálvese quien pueda” se erige casi como una filosofía de vida. Se nos ha olvidado pensar en los demás. No empatizamos, ya no nos ponemos en la piel del otro. Hemos denostado los principios aristotélicos y hemos permitido que cristalice un modelo que se asienta sobre conceptos como el “yo” y el “tener”.

Ya lo decía el filósofo Emilio Lledó, el mundo ha cambiado, ahora está condicionado por la globalización y la digitalización. Fenómenos que exacerban el individualismo, sobreponiéndolo a nuestro clásico y característico modelo social de educación colectiva. Un modelo que era compartido por todos y que partía de la comunidad para la comunidad. La aceptación de los valores colectivos y compartidos, así como la asunción de que la educación es una labor conjunta de la comunidad y no un patrimonio individualizado, permitía disponer de un gran número de agentes implicados en el proceso, solventando, en muchos casos, carencias de base en el núcleo familiar más inmediato.

Esto, hoy, es imposible, y la realidad es que nos encontramos con una multitud de casos en los que existe una notoria carencia de normas básicas de comportamiento asumidas desde el hogar, aumentando significativamente el número de alumnos disruptivos.

La administración debe de ser consciente de esta realidad. Contamos con alumnos y alumnas que, antes de asumir contenidos, lo que necesitan son unas pautas de conducta, una reconducción psicopedagógica y afectiva. No se me mal interprete, el alumnado con problemas de conducta no es el culpable de esta realidad, es una víctima. Y como tal, sufre los efectos nocivos del sistema.

Si no se reconduce, será un proyecto de ciudadano fallido, contribuyendo al deterioro social y a la pérdida de competencias cívicas en nuestra sociedad. Las autoridades tienen una opción, una posibilidad de corregir tal situación de desigualdad y de injusticia. Los centros educativos, y muy en particular sus profesionales, deben contar con el apoyo de un personal especializado que pueda ayudar a estos chicos, aportándoles las herramientas que realmente necesitan y ayudándoles a modificar este tipo de comportamientos disruptivos.

Al igual que en toda obra de arte, el proceso técnico y el método artístico varía. El medio cambia, no tenemos por qué seguir siempre el mismo camino, pero la meta, el lugar al que hemos de llegar, ha de ser siempre el mismo, la creación artística. O lo que es lo mismo, la consecución del ciudadano competente. De este modo, uno de esos caminos podría ser el de crear un programa específico de atención a alumnos expulsados.

La propuesta es sencilla, simplemente se basaría en contar con un espacio público donde la administración contase con los profesionales terapéuticos necesarios para reconducir la actitud negativa de los discentes que han sido expulsados de sus centros. De este modo, el alumno no se iría a su casa durante los días de la sanción interpuesta, sino que tendría la obligación de acudir a estos lugares para, en horario lectivo, trabajar y solucionar sus problemas específicos contando con el apoyo individualizado de un verdadero profesional en la materia. Este proyecto debería ser liderado por la administración autonómica o local, en convenio con los diferentes centros de una localidad.

Con esta implementación, sin duda, el sistema educativo mejoraría, la autoridad del docente se reforzaría y los elementos de sanción administrativa se revitalizarían. Es triste, pero el elemento coercitivo todavía sigue siendo muy útil. Y lo que no es de recibo es que, como docentes, se nos exija ser capaces de llevar a cabo la actividad de un psicólogo, de un educador social, de un pedagogo, de un psicopedagogo, de un administrativo, de un informático y por último, y si hay tiempo, la de un profesor.

Las recientes reivindicaciones de la Marea Verde, encabezadas por el profesorado en ciudades como Sevilla o Málaga, denotan el hartazgo de un colectivo que quiere ejercer su profesión con garantías y que vive ahogado en una inoperativa burocracia y una multiplicidad de tareas. La administración ha de ser capaz de bajar a la arena y de entender una realidad que es trasversal a todos los centros y a todos los profesionales, independientemente de su ideología. Como docentes gastamos nuestras energías y empeñamos nuestros esfuerzos en conseguir una sociedad mejor. Estudiamos, nos formamos, innovamos y ponemos en práctica infinitas metodologías renovadoras buscando, precisamente, la mejora de los resultados. Entendemos la importancia de nuestra función y la asumimos con responsabilidad y con profesionalidad. Nuestra implicación es incuestionable y ha de estar fuera de toda duda.

La situación actual no es buena, pero como profesionales que somos, hemos de estar dispuestos a contribuir positivamente en la reforma del sistema, sin olvidar nunca que nuestra principal misión es la de enseñar, un hecho ha de ser monolítico e inamovible, por el bien de toda la sociedad.

Gerardo López Vázquez (@xerardolpez en X) es historiador y profesor en el IPEP de Jaén

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