El señorito la tiene muy gorda
Veme a por un paquete de tabaco de liar y a por una bolsa de Cheetos de la Pandilla Drakis mientras yo escribo que:
Si de verdad, de verdad, de verdad de la buena, o sea, de verdad, Jaén mereciera más, ya lo tendría. Tendría lo que se merece. Lo tendría desde hace mucho tiempo. Ni más ni menos. Lo tendría desde que empezó a faltarle. Pero no lo tiene. Jaén no tiene más. Y no tiene más porque no se lo merece. Y no se lo merece porque a los jienenses siempre nos ha importado una patata merecérnoslo o no merecérnoslo. Porque eso de pensar en si se lo merece o no se lo merece, Jaén está convencida de que es cosa de los señoritos. «Yo qué pollas sé, eso los señoritos, los señoritos, que son los que se escabalacinan pensando, que para eso cobran su dineral, tú dime cómo aliñas los alcaparrones y déjate de chominaícas.» Jaén es espiritualmente jornalera. De derechas, católica, funcionaria del Estado, jornalera y, además, lee a Vica. Y cree en los señoritos, claro. ¿No va a creer en los señoritos? Cree mucho en los señoritos.
¿Derrotismo? Sabéis que no, paisanos. Sabéis que es lo que hay. Realidad chorreona. Lo sabéis. Ahora, poneos como os dé la gana, que yo sé que levantar pancartas deja electricidad en el cuerpo para unos días. Solamente. Pero tengo toda la razón, como siempre. Mirad, si no, mi Facebook: qué razón tienes, Tíscar, qué razón tienes, Tíscar, qué razón tienes… Pejigueras. Me juego las olivas que venderé cuando se muera mi abuelo Jacinto —aunque todavía mea claro y de corrido, el mamonazo, ¡muérete ya, so perro, que se acaba el mundo!— a que, de las seis mil personas, chispa más o menos, que participaron en la manifestación del pasado sábado, catorce o quince estaban realmente convencidas de que Jaén merece más y de que aquello iba a servir de algo. Me las juego. Las olivas. Me las juego. ¿Que no me las juego? Me las juego. Y así todo el rato…, me las juego, me las juego…, todo el rato así. También me las juego, las olivas, a que de las seis mil personas, chispa más o menos, que participaron en la manifestación del pasado sábado, una gran mayoría volverá a votar a esos contra los que se manifestaba, porque una cosa es que Jaén merezca más y otra que la Diputación o el Ayuntamiento o la Junta cambie de manos y me echen o me puteen al niño.
Los jaeneros somos hijos del abandono, nietos de la indolencia, biznietos de la inercia, cuñados del enchufe y tataranietos de la madre que parió a otro igual de desgraciado y con mucha bizquera y mugido al gozar. Es sanguíneo y genético. Y cuando no es sanguíneo y no es genético, es mimético. El caso es la esdrújula, tan bella y tan mala. No hay salida. Que nos den por culo. Oyoyoy. También mucha culpa de esto la tienen las dos sílabas del topónimo (Jaén, Ja-én, JJJaaa-éeennn), que obligan a rascar la úvula y a vibrar la napia por dentro, esto es, a hacer el silvestre y el ridículo pronunciándolo, pero esta es otra historia y además sólo yo la comprendo, no os la voy a explicar. Y de Vica, repito, la culpa es también de Vica, de leer a Vica, no se nos olvide.
Los jaeneros nos las comemos dobladas, pero no con facilidad, eso no, porque el señorito la tiene muy gorda. Los jaeneros nos las comemos dobladas con pan. El jaenero cree mucho en el pan que han de darle para comérsela doblada, cree en el pan casi tanto como en el señorito, que es quien lo tiene en la talega, el pan, y lo reparte a pellizcos. Y agradecido, Dios se lo pague, por muchos años. Al jaenero le cuesta morder la mano que le da de comer, con lo chulérico que es eso, con lo que viste. Y como le cuesta, no la muerde. Pero no por respeto, a veces ni siquiera por miedo: el jaenero no muerde la mano del pan que le dan —o que dicen que le dan— porque le cuesta horrores abrir la boca para otra cosa que no sea un «tú verás». No vaya a ser que al abrir la boca para morder la mano que le da de comer le entren moscas.
Hace tiempo, unos señoritos, unas señoritas, muy suavones, muy suavonas, nos dijeron que el tranvía era un pan del que no podíamos prescindir por más tiempo. «¡No sabemos cómo habéis sido capaces de vivir dignamente sin el pan metido en los raíles, pedazo de asquerosos!», nos vinieron a decir. Al principio dudamos unos segundos, rascándonos la cabeza con el meñique; pero se nos pasó pronto. Nos lo creemos todo, nos las comemos todas. Dobladas y con pan. Por eso no merecemos más. Venga ese pan del tranvía, que sí, que lo necesitamos mucho, que el señorito dice que sin él no podemos estar, que la señorita dice que la ciudad que no tiene tranvía está condenada a repetir su pasado o algo así de eso que dicen los señoritos cuando piensan. Así que, claro, el señorito, la señorita, follaos de risa, abrieron el pan, metieron dentro y doblada la mandanga tan gorda que suelen tener, cerraron el pan, lo apretaron con fuerza y para adentro, a comer, a comer, ¡traga, traga, traga! ¡Que tragues, hostias! Luego, tras la pesada digestión, el tranvía sigue ahí, o bueno, no sigue ahí, el pan está duro y florecío y a los que nos la comimos sólo se nos ocurren chistajos y gracietas y articulitos críticos con los hombros encogidos y el «es que esto es Jaén» presto a ser sacado de nuestros cuerpos por la misma vía por la que entró doblada. La mandanga. Tan gorda. Y con pan.
¿Que no había Cheetos de la Pandilla Drakis? Bueno, vale, qué le vamos a hacer. Fumo sin Cheetos. Pero espera, que no he terminado:
No me alegra. De verdad que no. Lo juro por mi abuelo Jacinto, que se muera si miento. Me duele. Pero es que una ciudad, una provincia que consiente esto, y tantas veces, y sigue leyendo a Vica, no se merece más. No.
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