
"Gazpacho de Letras publica a gente sencilla que tiene algo que contar"
Tara Vega (Alcalá la Real, 1987) era Patricia Martínez Pérez cuando echó el primer grito al mundo. La suya es una historia de buscar y buscar hasta volver al pueblo donde se crió y a la empresa que explica la evolución de su familia, Gráficas Márvel. La imprenta que fundó su abuelo acumula más de seis décadas en la calle Álamos, en la ciudad de La Mota. El espacio respira una tranquilidad propia de la primera quincena de agosto, si bien también hay nervio entre máquinas que en su día estuvieron en las cámaras.
Vega habla y gesticula con cadencia hasta llegar en varias ocasiones a la palabra idealista. Se nota que le apasiona cuanto rodea al mundo de los libros, y está apostando por tender un puente entre la parte comercial y la artesanía. De su inquietud por las historias nació Gazpacho de Letras, la editorial vinculada a la cooperativa. Durante la entrevista con Lacontradejaén, su padre entra al espacio, pide disculpas y enseguida se retira. Lo familiar, subraya Tara Vega, está siempre presente en el negocio.
—¿Cómo es trabajar en Imprenta Gráficas Márvel?
—Por momentos es un reto. Cogí la imprenta como una empresa familiar. La llevaba mi padre, que a su vez la tomó del suyo. La herencia tiene su peso, claro. Lógicamente los tiempos han cambiado. Y sí, es un reto, pero imagino que como todos los trabajos como autónomo que tienen sus desafíos, dificultades y también gratificaciones.
—Parece un sitio tranquilo. ¿Lo es o aquí también se cuela el estrés?
—Depende, depende de los momentos. Agosto es tranquilo (risas). La imprenta, y creo que pasa en todas en general, tiene sus momentos pico. Septiembre, octubre y noviembre son ajetreados, mientras que enero, febrero y los meses de verano son más tranquilos. Abril, mayo y junio, con las bodas y las comuniones, supone otro pico. Como trabajamos con más talleres de la provincia, vemos que tenemos picos y suelen coincidir.
—Tomó las riendas del negocio 2018. ¿Cómo vivió aquel momento?
—Cuando vine aquí tuve unas circunstancias muy particulares. Mi padre no pasaba por los mejores momentos a nivel empresarial y yo estaba en un punto de cambio, tras pasar varios años trabajando como temporera en Francia. También estuve en la hostelería. Y se dio un momento en el que pensé en dedicar mis esfuerzos y energías en un proyecto al que poder ver los frutos. y que fuese para mí. Decidí hacerme cargo de la imprenta. Fue complicado, como decía antes, tomar las riendas. Él está superagradecido y contento de que me hiciera cargo, porque era el momento. La verdad es que yo no tenía mucha experiencia en el sector y aprendí a base de errores. Dicho esto, las dificultades fueron asumibles.
—A día de hoy, ¿qué le aporta la huella familiar?
—Sigue presente, claro. En esta casa se inició la imprenta y mientras estemos aquí también notaremos siempre esa presencia. Al inicio, mi abuelo ubicó las máquinas en las cámaras. En la familia tenemos la coña de que las empresas cuando mejoran suben y en esta empresa se bajó de las cámaras a lo que era el local.
Mi abuelo trabajaba en una tienda de tejidos de El Llanillo, hizo un curso de formación, le picó el gusanillo, empezó a hacer sus trabajos mientras mantenía el empleo hasta que se independizó y montó la imprenta. Por supuesto que el asunto familiar sigue presente. Los tipos de plomo y las máquinas antiguas lo hace latente, aun cuando la que nos dé de comer sea la máquina digital. La conexión con la familia estará ahí siempre.
—Son tres trabajadores que forman una cooperativa. ¿Por qué se decantaron por esta fórmula?
—Por idealismo. Por idealismo. Me hice autónoma, porque no quería soportar a más jefes. Tampoco es que yo haya tenido experiencias terribles como empleada, pero quería hacer cosas para mí. Y no me apetecía ser la jefa de nadie. La fórmula de la cooperativa es la que más se ajusta a la ideología o, mejor dicho, al idealismo en el que me muevo.
Había que tomar una decisión y entendí que la cooperativa es la que más se ajusta a mi forma de entender el mundo. Soy realista y sé que con esta empresa no ganaré 6.000 euros al mes, las cosas como son. Para eso debería haber montado una empresa tecnológica o algo así. Apuesto por la cooperativa también porque es la manera en que mejor están retribuidos los esfuerzos.
"CUIDAMOS LA EDICIÓN Y PONEMOS CARIÑO EN EL LIBRO FÍSICO"
—Gazpacho de Letras es la editorial de la imprenta. ¿Cómo nació la idea?
—Gazpachos de Letras en su origen estaba pensada para la impresión artesanal. Mi primer proyecto con la marca fue un libro impreso íntegramente en tipografía. Me fui a Francia, ya rumiaba sobre la idea de volver para trabajar en la imprenta con mi padre. Entonces, me vine seis meses para probar una idea, un libro colaborativo en tipografía en tres niveles: en el del contenido, porque era un colección de microrrelatos que la gente me mandó; en el nivel económico, pues hice un mecenazgo con Verkami para pagar los materiales, y también fue colaborativo a la hora de componer y descomponer los textos. Recuerdo que pensé que si salía bien el proyecto y disfrutaba del proceso podía seguir por ahí. Yo quería que la parte de imprenta comercial fuese un vehículo para llegar a la artesanal, aun cuando se haya impuesto en términos económicos la primera.
—Es el mercado.
—Exacto. Por mucho idealismo que uno tenga, hay que comer. Lo de editar el libro me gustó mucho. Mercedes Mudarra llegó aquí y me preguntó si hacíamos libros. Mi reacción fue: "Sí, ¿por qué no?". Vi que la vía editorial era otra parte más que podíamos añadir al negocio. Hay mucha gente en Alcalá la Real y en alrededores que están interesada en contar su historia. Soy consciente de que no publicamos a grandes escritores, sino a gente sencilla que tiene algo que contar.
—¿Y cómo trabajan? ¿Contactan los autores con ustedes o también a veces los buscan?
—La gente viene. Sí es cierto que hemos trabajado con la parte de autoedición, de manera que los autores pagan los costes, pero llevamos un par de libros en los que utilizamos la técnica de edición tradicional. Los dos últimos han sido El Llanillo de mi tío, Francisco Martínez Vela, y Soledad y Olvido, de Nani Canovaca, han seguido esta técnica. Lo hemos hecho por probar.
En general, la gente nos busca para publicar su libro. Publicamos a autores que no van a hacer un negocio con sus libros, y yo tampoco quiero hacerlo. Tenemos precios asequibles y nos ocupamos de que las obras salgan bien, sin erratas, y que sean bonitos. Cuidamos mucho el objeto en sí, el libro, que otras editoriales de autoedición no lo hacen. Y hay que tener algo en cuenta, normalmente, el autor amortiza la inversión el día de la presentación. La mayoría de los títulos que hemos hecho han tenido reimpresión. En definitiva, yo considero que los libros tienen que llegar a quienes tienen que llegar.
—Más allá del apartado puramente literario, ¿de qué libros está más orgullosa a nivel de edición y maquetación?
—Me quedo con el de Mercedes Mudarra, quizá por ser el primero. Igual no es el mejor en términos de maquetación, pero sí quedé impresionada con la presentación, que fue en el Centro de Participación Activa de La Magdalena. La sala de usos múltiples es bien grande y la llenamos. Fue fantástico. Ya no sólo es el autor que escribe el libro, sino el acompañamiento de toda la gente. Me parece mágico reunir tantas sensibilidades.
Y en cuanto al libro en sí, del que más orgullosa estoy es del que hicimos con la Asociación de Mujeres La Hortichuela. También era una idea colaborativa y darle orden y esquema fue bastante duro. Me ayudó ser antropóloga y supuso un reto hacer un libro que etnográficamente mereciese la pena y fuese interesante.
"ERA MÁS FELIZ AYUDANDO A LA GENTE QUE ENTRE NÚMEROS"
—¿Por qué estudió Trabajo Social y Educación Social?
—Sí, en Sevilla y después hice Antropología. ¿Por qué? Yo era muy buena estudiante. De hecho, hice el Bachillerato Tecnológico. Mis asignaturas favoritas eran Matemáticas Física. Pero en el momento en que había que decidir qué hacer, y como soy tan idealista, pensé que no quería estar toda mi vida viviendo en una oficina con un ordenador entre números. Es verdad que con esa edad todavía no sabes las bifurcaciones que hay en cada carrera. Supuse que ser ingeniera sería estar con máquinas y ordenadores. Yo necesitaba algo con un poco más de cercanía. Durante el Bachillerato colaboré con Cáritas, con los niños en el asunto del apoyo escolar, en el comedor de inmigrantes y en el ropero. Sentía que ayudar a los demás me gustaba, y que en este mundo tan feo hacía falta ayudarnos los unos a los otros.
En el primer día de clase en Trabajo Social ya te bajan a tierra. "Si habéis venido aquí a ser Superman, olvidaos. Al final, los trabajadores sociales son empleados de la Administración, con sus reglas, y no podréis cambiar nada", nos dijeron. Seguí con la carrera porque me aportaba una visión del mundo interesante. Yo estudié en una época, en 2005, cuando había muchas becas de intercambio. Viví un año en México y también estuve en Perú. Son experiencias que han ido moldeando mi idealismo.
—Claro.
—Yo terminé la carrera en 2008. Te decían que iba a ver trabajadores sociales en todos los sitios, hospitales, colegios y demás. Llegó la crisis y fin del trabajo para lo relacionado con Educacion y Trabajo Social. Podías opositar, pero había pocas perspectivas. En ese contexto, decidí seguir estudiando para tener una licenciatura, la de Antropología, porque nunca se sabe. No me han servido los estudios para lograr empleo, pero sí para entender el mundo.
—¿Llegó a ejercer como trabajadora social?
—Sí, pero por medio de voluntariados. A nivel profesional, en nómina, no. En México trabajé en un centro de servicios sociales comunitario. Me gustó mucho, porque eran proyectos que comprometías a toda la comunidad, pero empiezas a ver que Trabajo Social era un parche. También trabajé en México en un centro para mujeres maltratados, y una de las que ayudé fue asesinada. Nunca se supo por qué. En Perú estuve en un centro para niños abandonados, también en un barrio que no estaba asfaltado. En Sevilla viví en una residencia de las Tres Mil Viviendas cuyo alquiler era simbólico a cambio de participar en actividades con asociaciones del barrio. Teníamos un grupo de scouts en la barriada de Martínez Montañés, la más densa.
Y con todas esas experiencias llegué a la conclusión de que no podía dedicarme a esto. No soy capaz de pasar ocho horas al día con las miserias del mundo y luego irme a la cama tranquila. No me puedo dedicar a estas cuestiones, porque me afectan demasiado, pero me han hecho tener una visión del mundo diferente.
—Más rica.
—Sí. Soy consciente de lo bueno y de lo malo que hay en la sociedad. A mí nunca me faltó de nada. He vivido momentos con más y con menos dinero, pero afortunadamente nunca me faltó nada. Y eso me hace sentirme agradecida, más viendo todo lo que vi. Estudié Antropología, pero tampoco quería encasillarme en el mundo académico. Podría decir que he tenido siempre las ideas muy claras, pero qué va.
—Es que uno va cambiando también, ¿no?
—Y que la vida me ha llevado a probar y hacer cosas para después decidir mi camino. Me ha tocado vivir en un momento en el que he podido elegir, que también es motivo de gratitud.
—¿Qué cree que le hace falta a la ciudad y a la provincia en general? Algo que quizá podríamos llevar tiempo disfrutando los jiennenses y aún no llega.
—Desde mi época de estudiante siempre he visto el déficit de las comunicaciones, de las carreteras, en la provincia. Recuerdo viajar en autobús y las bromas con las compañeras cuando íbamos hacia Jaén. Vaya si se notaba. Siempre era muy molesto.
—Puede decirlo: un safari.
—Sí, yo entiendo que está la cuestión la serranía, pero en general hay problemas de comunicación. Como ocurre con el tren, que no está desarrollado en la provincia. Nosotros en Alcalá la Real, al estar en el sur, tendemos a ir a Granada, pero lo hacemos porque las comunicaciones son mejores, más directos.
Por otro lado, cuando veo vídeos en los que se dice que Jaén es la provincia que menos cosas tiene de Andalucía llego a una conclusión. En realidad, Jaén tiene muchas cosas. Pero no está mal que sean un poco desconocidas, porque tenemos muchos recursos naturales y si se conocen mucho, dejarán de serlo. Entonces es un arma de doble: podríamos explotar más nuestros recursos, pero, por otro lado, podemos caer en la masificación. Le pongo el ejemplo de las Fiestas Calatravas de Alcaudete. He ido otros años y me han parecido fantásticas. Este verano me fui con un sabor agridulce, porque estaban demasiado masificadas. Pasó algo parecido con Etnosur en algunos años.
—Etnosur parece que ha recuperado el cariz familiar, ¿no?
—Sí, tiene un formato más reducido. Además, hay un auge de festivales en toda España. Es normal que mengüe un poco. ¿Más urgencias para Jaén? Al final, somos una provincia rural, y no sé cómo andan las aldeas fuera de la Sierra Sur. Aquí cada vez más gente se va para sitios tranquilos. Yo no vivo en Alcalá la Real; resido en una cortijada. Esa tendencia de ir hacia lugares tranquilos está ocurriendo, aunque no sé si es extensiva al resto de la provincia. Al depender del campo, Jaén puede tener deficiencias, pero al mismo tiempo genera un carácter diferente al de la costa, por ejemplo.
Fotos y vídeo: Fran Cano y Muca.
Únete a nuestro boletín