Temporeros
Me encontré con Ibrahima Sakhanokh hace una semana. Es senegalés. Nos volvimos a ver donde nos conocimos en 2013: en el bar de mis padres, en Frailes. Él pidió un café con leche. Creyó que no lo recordaba. Hasta que le llamé la atención:
—Ibra, ¿qué pasa?
—Eh, ¿te acuerdas?
Me acordaba. Ibra casi se quedó sin tajo aquel año, cuando la cosecha fue espectacular en Frailes. Pidió ayuda, dejó su teléfono en bares —que suelen ser el umbral de las contrataciones de temporeros; también las estaciones de autobuses— y ya no le faltó empleo ni ese año ni los siguientes.
Cumplió.
Y vuelve cada temporada. Como uno más.
En la Sierra Sur vuela un comentario que se repite cosecha tras cosecha:
—Cada año vienen más.
No tengo los datos, pero esa frase parece más que una impresión.
Voy conociéndolos poco a poco. A los temporeros.
La Navidad pasada, un grupo de rumanos veinteañeros frecuentaba el restaurante de mi familia. Los días de lluvia bebían ron y güisqui amontonados alrededor de la tragaperras. Eran de mi edad, pero parecían tipos muy duros. Sobre todo en el tono de la voz. Hablaban un castellano digno. Giovanni, el más simpático de ellos, chapurreaba el italiano, me llamaba 'padrón' y cuando hablaba de recoger aceitunas siempre se le entendía una idea:
—Es dura.
Me llevo bien con Florín, un rumano que será frailero en breve. Trabaja todo el año aquí. Los papeles, la burocracia, validarán lo que él ya ha validado: es uno más. Florín habla en español con mucha bulla. Le molesta un comentario: hay vecinos que ven con mejores ojos a los africanos que a sus compatriotas:
—¿Por qué? Ellos ven dos partidos de fútbol con un refresco; nosotros gastamos más.
Hace unos días, un colega de Florín me regaló un billete rumano. Un senegalés también me enseñó un billete de su país. El papel del billete rumano no se rompe ni se arruga; el de Senegal es como el euro, se raja fácilmente. Si coincidimos todos en el mismo sitio es por dinero, claro. No hay problema con eso: celebro que circulen libres el capital y las personas.
Un día después de Navidad, Ba Cheick y Moussa Camara, de Senegal, y Diatouru Tougarra, de Mali, murieron por inhalación de humo en una cochera, en el Mármol (Rus). Dos de ellos acumulaban temporadas en el lugar. Por los testimonios que he visto en televisión —y leído en prensa—, los veteranos se habían ganado el cariño de parte de los lugareños.
Aparte de las voces vecinales, creo que los cámaras hicieron muy bien su trabajo: apuntaron al único lugar al que había que apuntar.
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