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Una, grande y democrática

Por Juan Luis Sotés - Abril 16, 2017
Una, grande y democrática
Llegada a la basílica de Santa María de Francisco Franco y su esposa.

La democracia española muestra bien a las claras el triunfo de la voluntad de conciliación y la vocación de modernidad e integración en un mundo desarrollado que, ya desde 1978, los españoles y españolas han dejado patente a través de las urnas. La Transición, tan denostada recientemente, es la llave maestra que supo abrir la puerta de la libertad para todos y todas. Y eso es indudable, qué duda cabe.

Atrás quedan ahora los años ominosos del franquismo en los que la figura del Jefe de Estado era sacrosanta, en los que reírse en voz alta de los principios y valores del régimen te llevaba ante la justicia; en los que los Franco vivían a cuerpo de rey, valga la expresión, sin tener que rendir cuentas ni de sus fortunas ni de su pasado; en los que el Estado se fundía y confundía con la Iglesia hasta el punto de que la moral católica marcaba el paso a la mano del legislador, los representantes públicos caminaban codo con codo con los representantes espirituales en procesiones y actos sociales, se otorgaban medallas al mérito a vírgenes y mártires, y las banderas de los cuarteles ondeaban a media asta el Viernes Santo. Aquel llamado Nacionalcatolicismo que lo mismo te absolvía a un pederasta que te subvencionaba una escuela pía segregacionista o te mandaba a la cárcel a quien cometiera pública blasfemia…

Aquel franquismo en el que las víctimas se lo tenían bien merecido, para el que no importaba en qué cuneta se pudrieran los huesos y la memoria del enemigo; en el que el Valle de los Caídos se levantaba orgulloso sin nadie que le tosiera, como un gigantesco apósito sobre la herida a la que no conviene echar un segundo vistazo.

Aquel franquismo en el que un reducido grupo de grandes empresarios medraba a la sombra de y en connivencia con el gobierno, en el que la corrupción bancaria y urbanística eran cotidianas en su impunidad; en el que las opciones políticas se reducían a la de mostrarse a favor de la ideología imperante, con ciertos matices, eso sí, que amparaban desde la postura más integrista a la modernidad tecnócrata. Ese franquismo en el que el fútbol, los toros y el famoseo se agitaban como zanahoria ante los hocicos del respetable para entretenimiento, solaz y despreocupación generales.

Aquellos años en los que la televisión pública era la Voz de su Amo, coto reservado para cobistas de toda laya y jaez, dirigida por hombres del Movimiento convencidos de la grandeza de la misma patria que un día conquistara América; en los que la unanimidad era portada en todos los periódicos y en los principales círculos intelectuales, generosamente untados a base de subvenciones, ayudas, fundaciones, sesudísimas columnas y subsecretarías varias. Años en los que al frente del aparato mediático de propaganda encontrábamos apellidos caídos ya en el olvido: Aznar, Cebrián, Lara, García-Escudero…

Los años de hierro en los que el raro, el diferente, el contumaz, bajo el control y escrutinio de policías y fiscales al servicio de intereses políticos, recibía cuanto menos público escarnio y condena social, amén de las responsabilidades penales exigibles según el caso.

Sí, amigos y amigas, todo aquello ya quedó atrás para mayor gloria de esta democracia que, si bien joven aún, crece con la robustez del roble pese a todos aquellos raros, diferentes y contumaces que se empeñan en ver fantasmas donde no los hay, que se empeñan en desestabilizar un régimen que solo ha traído paz y prosperidad a esta bendita tierra de María Santísima. Sí, de María Santísima he dicho, ¿a quién si no cabe atribuir la milagrosa conversión de tantos millones de franquistas en tan corto lapso de tiempo? Dicen que en Alemania pasó otro tanto a finales de los años cuarenta, pero no es cuestión de comparar ahora.

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