La plaza no estará vacía
Marcará las siete el reloj catedralicio, y se abrirá en nuestros sueños, con parsimoniosa y solemne cadencia, la ciclópea puerta del Perdón. Desvelará el último rayo solar la delicadeza marmórea del trascoro. Pero la plaza no estará vacía. Allí se congregarán la cáfila de cada año; todos los participantes del cortejo. Casi mil hermanos convocados para proclamar su fe. Podremos contemplar nuestra cruz de guía navegar en majestad, sobre un océano de tibias y veladas transparencias, desbrozando sendas conocidas, pero siempre nuevas, en la ostensión del árbol sagrado que ha salvado al mundo.
Tarde de Miércoles Santo, expectación ansiosa, pasión infinita, decantado jaenerismo; como una señal de fe que late viva en nuestra tierra después de muchos siglos y distintos avatares no siempre favorables a nuestra creencia. La plaza no estará vacía, pese a la crudelísima pandemia. Marcharán los nazarenos blanquinegros caminando como caballeros andantes defensores de su grandioso Señor crucificado; por Él darían su vida. Veremos a los orgullosos portadores de insignias variadas, pesadas muchas de ellas, que reglan y delimitan el cortejo, al relatar la profunda simbología que tiene un hermandad pasionista, pues en ella, nada se dispone al azar; todo marca una secuencia perfecta que anuncia y relata el discurrir de la Pasión para que el pueblo capte la esencia sublime del misterio.
Ordenarán el cortejo los esforzados fiscales con la contera de sus varas, e infinitos corre vuelas, apresurados tabaleos de ida y vuelta, para que todo resulte ordenado. Y allí estaremos, sostenidos por nuestra vara procesional, los que hemos dejado parte de nuestra vida, con aciertos y errores, al servicio de esta hermandad tan arraigada en la ciudad. Asfixiados por el caperuz, sienes comprimidas por el cartón o el plástico (los años no pasan en balde), pero ufanos al rememorar que en su día, nos tocó sacrificar nuestra vida por la causa de Cristo y los hermanos blanquinegros. Y bajo la cruz de Cristo marchará, protegido por su sombra, solemne, pero cercano a todos, el deán, preciosa y precisamente revestido de su cargo, siempre fiel a la cita con su querida hermandad catedralicia, a la que está ligado, por hospitalidad, fe, devoción, sentimiento, y cariño infinito a sus hermanos. Su presencia nos fortifica, galvaniza el ánimo. En momentos duros necesitamos referencias, figuras esenciales que nos marquen el camino.
Y marcharán rectos, erguidos y flexibles como juncos de la ribera, los mandos legionarios que han venido, un año más, a mi Jaén de los sueños y los vientos, para demostrar que la fe tiene mucho de milicia esforzada, de lucha a pecho descubierto en tiempos decrépitos. Para decir con su marcial bizarría, que los que son novios de la muerte en infaustos tiempos de guerra, también lidian con ella, mirándola cara a cara y no escondidos en sus cubiles, en épocas de tragedia, sino expuestos, entregados al servicio de una sociedad que no siempre valora sus esfuerzos. Pero ellos están repartidos por tierras andaluzas colaborando en paliar los efectos de esta horrenda plaga vírica, que tanto dolor está causando en España. Otros han enmudecido. Se guarecen en intrincadas cavernas. Vegetan. No tiene nada de extraño. Al pie de la cruz tan solo estuvieron la Madre y el discípulo amado, y alguna otra mujer en la distancia…
Y estarán los anderos, esos caballeros fieles a su hermandad que llevan casi cincuenta años haciendo reposar la grandiosa cruz de Cristo ¡esa ardiente y divina insignia! sobre sus hombros y, que hoy, más que nunca, van a estar presentes bajo el prodigio pétreo catedralicio, rosado por el postrer rayo solar de un crepúsculo de ternuras infinitas, para llevar a Jaén la noticia de su Muerte Buena y redentora, porque saben que esa muerte no es el final, que nada termina con ella, sino que gracias a la sangre derramada de tan noble Señor celeste, ha germinado en su alma semilla de eternidades. Porque han aprendido, apretando los dientes, sufriendo bajo las andas, que si Él faltara se marchitaría toda esperanza. Nada tendría sentido entonces.
Y estará presente el cortejo, elegante y enlutado, armonioso y devoto, grácil y cercano, gentil y pausado; belleza silente alargada y recogida, del Cuerpo de Damas, ojos apasionados, cuerpos revestidos de negro azabache, sobre cuyo atuendo resalta el color aciano del cirio y la cinta de su medalla cofrade, que son como pedacitos de cielo jaenero, bendito tesoro, que han atrapado en la mano y cerca del corazón, para ofrendarlo a los pies de la madre de las ternuras, de la rosa del Miércoles Santo. Marchan en filas apretando las cuentas de su rosario, con la mirada alta y el latido vital desbocado, sabiendo que son mujeres de nuestra entrañable Jerusalén olivarera que acompañan las Angustias de María hasta el sepulcro.
Y estará la tropa legionaria, tenores de valentías, con su brava gallardía, sus movimientos fuertes, precisos y seguros, su marcialidad impactante, su mirada celeste bajo el airoso chapiri, su entrega denodada a todas las causas donde se necesiten valientes, en esta época de tanta y tanta cobardía y mezquindad. Y así acompañarán al gigante dormido que va irremediablemente muerto sobre un incendio de claveles que florecen, como el faro de Alejandría, en la distancia; su mejor signo de distinción procesional. El Señor catedralicio, el grandioso crucificado, de cuerpo policromado en casto bronce, que hace despertar a su paso la rosa de los vientos de un día en el que siempre soplan con furia, a su vuelta por la calle Campanas, para anunciar, en esta noche de duelo, el vendaval luminoso de su próxima Resurrección, que limpiará para siempre la negritud sin esperanza de nuestras miserias.
Y es tan alto, tan compacto, tan solemne, tan macizo, tan ingente, tan colosal, que su entrañable silueta puede contemplarse desde cualquier punto del itinerario, porque, aunque te alejes de su cruz, su anuncio siempre convoca a un acercamiento, para quedar empequeñecido ante su Calvario sabiendo que es Cristo, Rey del Universo, que se igualó a nosotros por amor para fijarnos un destino eterno. Su Buena Muerte nos da la vida.
Y estarán las bandas, llegadas desde distintos puntos de nuestra geografía, para acompañar con su arte musical el ritmo andero, el paso inigualable de estos misterios procesionales (verdaderos teatros ambulantes, que enseñan, deleitan y conmueven el alma), conseguido a base de empuje, de fuerza mental, de corazón florecido de pasión, porque pocos de los que no han entrado bajo las andas, saben cuánto llega a pesar la muerte de Cristo, el fúnebre desmayo de su Descendimiento entre las sombras, o el desgarro inenarrable y delicado de la Madre angustiada. Hay que ser andero para acogerlo, para comprenderlo, para vivirlo, para saberlo, para sentirlo, para saborearlo, para soñarlo despierto, para llorarlo bajo el negro antifaz recordando a los que se fueron, para echarlo de menos tantos y tantos días sin sentido del próximo año.
Hay que ser andero para comprobar, con los ojos velados de un llanto irremediable, qué se siente al recibir el clavel tras el esfuerzo, abrazar con un arrobo, sudoroso y despeinado, a la mujer amada, y lanzar una última mirada a su Señor, o a su Virgen, sabiendo que serían en tal momento incapaces de pronunciar palabra alguna, porque se quebraría en mil pedazos el limpio cristal de su grito de amor a Jaén, de sus recuerdos mejores, de su ternura que colman la vida de sentido. Hay que ser andero para acceder a este infinito misterio de amor y pasión cofrade.
Y estará el pueblo de Jaén, fiel a su cita de cada año, acogiendo a tan distinguida asamblea cofrade, a tan preclara hermandad, fiel a su prosapia, a la que nunca ha faltado el calor jaenero, pues saben que ella ha marcado, a lo largo de su historia, el ritmo de tantas y tantas mudanzas en la Semana Santa jaenera; sobre todo en períodos de decadencia. Y lo seguirá haciendo, porque su estilo es el servicio, el culto debido, la caridad necesaria, la catequesis pública, con unas señas de identidad propias, intransferibles, que no pueden cambiarse ni prostituirse.
Y, porque su seno, su hogar preciado, su más grandiosa casa de hermandad, es nuestra Catedral, la continua referencia, física y espiritual, de la mirada jaenera. Residir en tan noble hogar es su orgullo, su pasión, su esencia prístina, su vida cotidiana de grandeza y servicio, su futuro, su mejor patrimonio cofrade. Esa ligazón es señal de gloria, verdadero signo de distinción para los hermanos de esta hermandad inigualable. Que es Real, como la realeza de Cristo, y Sacramental, por saber que constituye, junto a la Encarnación, y la victoria sobre la muerte, el misterio más grandioso de nuestra fe.
Rebosará la plaza de calor humano: Podrá oírse una plegaria coral antes de comenzar la marcha por todos los que están falleciendo en despiadada soledad, lejos del calor de los suyos, sin una mano a la que asirse en los momentos finales. Que no son tablas estadísticas como nos quieren mostrar, ocultando el dolor real, sino desgarradoras tragedias humanas. Faltarán todos los damnificados por esta cruel epidemia, que Dios ha permitido, quizá para que aprendamos a plantearnos vivir de otra manera más humana, más esencial, más solidaria con el sufriente, menos acelerada y vacía.
Para enseñarnos a comprender que el origen de las desdichas humanas no está en el exterior, sino en el tuétano de sus huesos, en la obtusa manera que tenemos de caminar hacia la muerte, pero de espaldas a ella. Para enseñarnos a vivir de cara al cielo, de dónde deben venir todas las respuestas que tantas veces ignoramos o buscamos en asuntos triviales y mudables, pues nos comportamos de ordinario, como muertos vivientes cuando somos semilla de eternidad por la sangre de Cristo derramada. Para vivir “veluti si Deus daretur”; como si Dios existiera, y no alejándolo de nuestra vida en cada momento.
Se abrirá la puerta del Perdón. Graznará alocado un orfeón de grajillas, plañidero y destemplado servicio de pompas fúnebres de la tarde de primavera, brotarán impetuosas rosas de pasión en todos los jardines, gritarán de pureza las azucenas sobre la proa del barco de plata de la Señora y, estemos donde estemos en esta tarde tristísima, todos seremos convocados a la plaza con la mente y el corazón, con nuestros recuerdos mejores, con tanto amor expresado a lo largo de los años, con tanta lágrima furtiva derramada en instantes esenciales de la existencia, con tanta humillación pasada en momentos concretos, al servicio de nuestra hermandad, con nuestros dolores, penas y alegrías.
Allí estaremos los hermanos, unidos en nuestra fe, sin diferencias ni protagonismos infantiles, igualados por amor, junto a los que se fueron, a los que están ahora al frente pilotando con pericia la nave cofrade, y a los que vendrán después no solo por sus méritos, sino, sobre todo, por la gracia de Dios, porque en esta cadena apasionada, no cuenta el tiempo sino la devoción y entrega a una noble causa: dar culto al Señor del Universo en su Buena Muerte redentora. Y allí estará Jaén, pueblo sencillo, noble y cristiano, esforzado, sufrido, ¡olvidado tantas veces! para alentar, un año más, el esfuerzo cofrade, la entrega cofrade, la devoción cofrade, el amor cofrade de todos los que a lo largo de la historia de esta ciudad inigualable hicieron pasión primera de su existencia la cruz de Cristo, la bendita y salvífica cruz de su Buena Muerte. La plaza nunca estará vacía. Siempre estaremos allí. ¿Dónde podríamos estar si no?
Ramón Guixá Tobar, ex hermano mayor de La Buena Muerte.
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