Cuando la belleza está cerca
El viajero se debate entre el escepticismo y el optimismo, como un griego antiguo, después de haber vivido un inusitado encierro de casi dos meses. Como símil podría servir el del tigre enjaulado, todo un potencial tremendo con los límites marcados por la puerta de la casa y los metros escasos de la vivienda. Existe un mundo interior muy rico, escucha como consejo altruista, y se le invita a leer, escribir, escuchar música, ver cine; incluso alguien más atrevido le conmina a reflexionar. De todo acabó pronto hastiado porque lo más necesitado era poder llevar a cabo todas esas experiencias tras una ingesta de aire exterior. Cocina, haz ejercicio estático, cuestiones prácticas. También llegó pronto el hastío porque lo segundo era muy aburrido y cocinar para uno siempre hace brotar la melancolía.
Como se tiene la necesidad imperiosa de pagar lo que se consume y contiene, el trabajo se multiplicó en casa. No ya solo aquel alimenticio, sino que se expandió por el hogar y formó binomio con el tiempo. Como una hidra con fauces el trabajo en casa puede tragar toda la dedicación que se le arrime. Hay gente muy contenta con ello, aunque tengan alrededor proles que no les dejan, mayores que atender, perros y gatos que maúllan y ladran en videoconferencias, vistas compartidas de nuestros espacios íntimos. Ay, si la bruja Avería nos viese.
Otra dedicación que llamó la atención del viajero varado y que tampoco le enganchó fue la de atender en los prolongados estados de ocio las redes sociales para insultar casi en un modo profesional. Las reglas se explicitaron muy sencillas, más que las del popular parchís digital: se debe optar por una de las dos opciones presentadas izquierda/derecha y a partir de ahí navegar por el mayor número posible de espacios binarios para insultar a troche y moche, sin ningún pudor, como si fuese la vida en ello. Pronto se extendió una curiosa argumentación: “alguien que conozco me ha dicho que le han dicho”. La clave era compartir todo lo que una de las dos opciones elegidas ofreciese. El mérito residía en aportar alguna expresión propia dentro del rico abanico que ofrece el idioma español para la descalificación más rotunda, el grado supremum lo otorga el deseo de muerte o tiro al “enemigo”, videojuego total. Se ve que da más puntos y te sientes mejor.
El viajero se cansaba de las pantallas a sabiendas de que justo había sido encerrado cuando la primavera comenzaba a gestar su espectáculo. Menos mal que en previsión -y herencia materna- el pequeño patio mostraba un esplendor de geranios y gitanillas para amortiguar lo que se perdía de la vista. La sencillez sumada de una simple planta es como un verso que compone un poema de color. Llegaron los gorriones y los mirlos, que cada vez son más frecuentes. Los primeros ya eran atrevidos y acabaron en amistad a base de migas de pan. Qué algarabía y jolgorio más placentero. El viajero descubrió confinado que existía un mundo de vegetación y aves extraordinario sin salir de casa. Lo gozó.
Las ocho, los aplausos. Meditó el viajero la conveniencia de salir a la ventana enrejada. Observó los primeros días el panorama y descubrió entre la vecindad que los más rancios no aparecían y le aclaró algunas dudas. Llamaba a los familiares médicos, enfermeros, auxiliares y le decían que de alguna manera les reconfortaba el gesto, pese a que lo pasaban mal por la falta de previsión y el riesgo al que eran sometidos. Aplaudir y luego no olvidarlo al votar, me recomendaban. Decidió aplaudir el viajero porque también sentía algo parecido al miedo, una desazón de muerte y contagio, más allá de las cifras que cada día nada más levantarse apreciaba en los medios y contrastaba con un amigo matemático. Aplaudía el misterio de estar vivo y a quienes lograban ese hecho. Se llegó incluso a entender la fiesta posterior, a la que nunca se sumó, pero entiende que el miedo, lo desconocido avivan nuestra parte primitiva y ante el miedo hay que bailar en grupo alrededor del fuego.
En el encierro se aviva el visilleo tan hispano y se suma al policía que llevamos dentro para señalar la infracción o la supuesta falta. No fue suficiente impedimento para que se amilanaran los atrevidos. Gente que todos los días se dio su paseíto, gente que salió ora a comprar un pimiento, ora un litro de leche, ora una carterilla de azafrán, gente que paseó como el que sale a un parque entre las estanterías de los supermercados a diario, gente que se iba de botellón, incluso el clímax, gente que aporreaba ollas en los balcones y no le pareció suficiente, ergo se bajaron a ver si se contagiaban en la calle. Lo mejor de todo es que la maravilla no se extingue y el ser humano crea nuevo repertorio.
Lo mejor de todo fue el final. Había tanta ganas de salir que el viajero se hizo acompañar de sus perrillos en cuanto pudo y se marchó al campo, por las pocas sendas que quedan frayluisleonianas alrededor del pueblo. Estaba allí, ignoró todo lo humano y se acrecentó con su ausencia. El campo se mostraba con una explosión de colores y olores que desbordaban los sentidos. Cada sencilla flor era un estandarte de la belleza. Hasta un simple bichillo posado en las bamboleantes ramas le parecía al viajero lo más grande alcanzado por su mirada después de haberse maravillado en lejanos confines. Un caracol en un cardo, una mariquita en una amapola, una abeja en un rosal silvestre, un tábano alrededor de las compactas allozas. Las mariposas compitiendo en colores con las gayumbas y amapolas, las campanillas al lado de los trajinosos hormigueros, los fuegos artificiales de los hinojos y dientes de león, el aroma de la manzanilla de campo junto a un “curica” reptante que llevaba años sin ver. Alguien ávido de lejanía, el viajero, descubrió que la belleza como el dinosaurio de Monterroso, estaba ahí.
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