
"El arquitecto, como cualquier artista, debe ser elegante"
Arquitecto y pintor, Alfonso Rodríguez Márquez (Cambil, 1964) acude a la llamada de Lacontradejaén con mochila y cazadora, como quien va a vivir una aventura.
Rodeados de sus acuarelas y en el noble palacio de los Vélez, el artista suelta el pincel durante un rato para autorretratarse sobre este soporte digital con una técnica que también domina: la palabra.
—Hijo de Cambil pero más jaenero (que es lo mismo que decir jiennense de la capital) que la Plaza Vieja. ¿Qué le trajo a la ciudad del Santo Rostro?
—Una vida complicada, la vida de un padre autónomo que se dedicaba a la construcción; se inició en Cambil, luego se movió por todos lados y al final empezó a hacer trabajos en Jaén. Yo me vine con catorce años al instituto Virgen del Carmen.
—¿Buenos recuerdos de aquella época?
—Pasé cuatro años fantásticos allí, hice mis mejores amigos y hasta la fecha, aunque de los catorce a los dieciocho años pasé un poco desapercibido. Soy una persona con muchos valores (familiares casi todos) y voy con los ojos abiertos; quizás eso sea una cosa que llevo a gala, he sido un tío muy inquieto, me ha gustado no subir en el escalafón (porque mi origen es de un albañil y lo llevo a gala), sino a la hora de las virtudes, de los valores: soy como una esponja.
—Habla usted de los catorce a los dieciocho años: ¿qué pasó al llegar a la mayoría de edad? ¿Muchos cambios en su vida?
—Aparezco ya en Sevilla, me vinculo a la Obra (el Opus Dei) a través de un amigo mío, pero solamente a nivel de compañía, no quise meterme en ella; voy tomando nociones de gente extraordinaria y después salto quizás a los años más hermosos de mi vida, en Hernando Colón, un colegio mayor de la Universidad, quizás el más señero, y allí cojo ya lo máximo.
—¿A qué se refiere?
—A que allí aparece una gente extraordinaria. Sevilla, en aquel momento, era la cuna de la arquitectura (hablamos del año 87); iba gente de Badajoz, de Huelva, de Granada, de Cádiz, de Almería..., ¡la potencia que había allí! Tomé la referencia y eso fue ya un no parar, cuando tú coges a personas tan cualificadas, que tienen tantos valores y luego vienes a Jaén, vas buscando el mismo cliché y lo encuentro.
—¿Dónde, Alfonso, dónde lo encontró?
—Aparezco en el Bar Sanatorio (que estaba aquí al lado) y allí hago una vida social magnífica, conozco quizás a los mejores, personas a las que voy aportando frescura y ellos se abren también: ahí aparece Alfonso Rodríguez Márquez, una persona que ha crecido con los demás (no me importa decirlo) aunque también creo que he sabido captar el valor de la gente, he sabido coger hondura. Y así aparece, por ejemplo, el edificio del 'Cáncer'.
—Se refiere a la sede de la asociación de lucha contra la enfermedad, aquí en Jaén, aledaña al Salvador. ¿Un hito en su aventura vital? ¿Mucho más que un proyecto desarrollado allá por 1997?
—Ese edificio que me ha hecho estar vinculado a gente de unos valores extraordinarios. Aquel año aparecen José María Ruiz Jiménez, Cristóbal Cobo, Ruiz Civantos, Francisco Gutiérrez, Alfredo Margarito, Ángel del Arco..., una gente fantástica con la que cuajo, de la que aprendo muchísimo y traemos la corrida del cáncer. Yo aporto el proyecto, hacemos una familia y así voy creciendo.
—Todo ello alrededor de Enrique Ponce, claro...
—Esta gente que he dicho tenían mucho poderío, con un vínculo brutal con Enrique Ponce, y supieron traérselo a una causa tan maravillosa como esa. Recuerdo que en mi coche fuimos todos a Cetrina [la finda del torero en Navas de San Juan], y este grandísimo torero nos ha dado quizá los mejores años de su vida, Jaén no debe olvidar eso.
—La pintura, señor Rodríguez. ¿Cuándo llegó a su vida?
—Cuando tengo diecisiete años; mi padre hace trabajos para la Diputación y aparece una persona importantísima en mi vida, que es José Luis García Campos; él tendría cuarenta años, una persona maravillosa (como todos los que había en esa área de Arquitectura entonces): el padre de Miguel Ángel Capiscol, el propio Capiscol, Molinos, Aranda, el topógrafo Anguita... ¡Cómo no iban a salir bien las cosas!
—Decía usted que José Luis García Campos tuvo mucho que ver en su idilio con el color, el dibujo, la mancha, el trazo...
—Me deja libre una mesa y empieza a darme unas clases previa; por entonces a Arquitectura se accedía a través de las mismas pruebas que a Bellas Artes. Yo no tenía conocimientos artísticos, pero ahí empiezo a aprender. Luego ya, como todo en la vida: él te enseña el camino, tú puedes cogerlo o no. Yo, ¿qué hago?
—¿Qué hizo? Cuente, cuente.
—Con dieciocho años, apenas tengo dinero y en el septiembre de Jaén (que me encanta, que es la primavera de Jaén); todas las mañanas me levanto, cojo mis papeles, mis acuarelas y mi atril, me voy al Manila a desayunar (pan con tomate y un poquito de café) y me iba a cualquier sitio, a San Juan por ejemplo. Hacía mis ocho o diez dibujos, los preparaba y luego los vendía, para poder comprarme mi jersey, tener un dinero para cosas mías.
—Un plan B, que se dice.
—Cuando peor me he visto, también me ha ayudado a salir.

—¿Y la arquitectura?
—Es muy bonita, pero la de ahora no me gusta, recuerda a la de los años 20, cuando aparece el arquitecto que apenas crea.
—¿Quiénes son sus referentes?
—Parto de Escarpa, incluso de gente más racional como los portugueses Siza, Soto de Moura... Son los que más me gustan, y alguno alicantino, valenciano. Pero ahora mismo me siento huérfano, la arquitectura mía es ya fruto del poso que te van dando los años.
—Una "arquitectura humana", en sus propias palabras, ¿acaso emparentada con la obra de Le Courbusier y su Modulor? Él fue acuarelista, como usted.
—La arquitectura mía es fresca, quizá por eso prefiero la acuarela, que da la misma frescura. Y frescura, también, porque no tienes grandes presupuestos, son muy ajustados, vas siempre muy agobiado, y esa frescura te permite más posibilidades. Yo he tenido, además, grandes constructores detrás, he tenido suerte con ellos aunque no puedan levantar mucho el pie.
—Por cierto: ¿arquitecto por deseo del padre o por vocación propia?
—Puede ser por lo de mi padre. Yo, al principio, no lo tenía claro, pero al final cuajé. Al dibujo le daba con mucha potencia, pero cosas como el cálculo de estructuras, por ejemplo, no se me daban bien, le daba de lado. Pero destacaba en el dibujo, en la perspectiva aérea. Los últimos tres años estuve con Juan Ruesga, que se hizo cargo del pabellón de Andalucía de la Expo. Trabajé con él haciendo las perspectivas interiores, le echaba una mano con las escenografías de Jacinto Pellón con mis dibujos: una historia preciosa, que me ha hecho ir depurando todo hacia la elegancia.
—Dijo el gran Balzac que la elegancia es la ciencia de no hacer nada igual que los demás, pareciendo que se hace todo de la misma manera que ellos.
—Es que el arquitecto debe ser elegante: así tú eres, así tú lo demuestras, así es lo que ofreces.
—¿Qué obras ofrece Alfonso Rodríguez Márquez a la mirada cotidiana de la gente, de aquí o de allá?
—En la provincia, el edificio del Cáncer, que ya he dicho: aquel fue un año maravilloso, el 97, yo tenía mucha fuerza, mucha alegría; ese movimiento de correderas del edificio del Cáncer fue el primero que se vio en Jaén, seguro, o esa sala de arriba donde va la gente a recibir terapia, que es la sala más bonita de todo Jaén, sin ninguna duda, me recuerda a una escena de Ben Hur, relajante...
—¿Qué más?
—Enfrente, el Pub Ábaco. Recuerdo una anécdota, con un chaval que estaba por allí y dijo: "Este pub tiene un problema, que no está en la Castellana". ¡Qué cosa más bonita".
—¿Y por arriba, por su zona predilecta de Jaén?
—En la calle Mesa, en el número 10, y al lado otro edificio con unos balcones inclinados que quedaron muy bonitos. Todo esto, trabajándonos el PGOU y el Pepri; y en la misma calle, los números 5 y 7, al que metí en el centro de los dos edificios un estudio muy bonito también., al menos para mí.
—Las residencias de mayores también tienen su firma, en algunos casos.
—He hecho cinco: Cambil, Begíjar, Bélmez (que hubo que abandonar), y alguna más. Y la residencia de Enfermería, extraordinaria, que es el edificio más hermoso que he hecho.

—Trazos de sal y piedra, esta exposición, que muestra hasta el próximo 21 de noviembre. Mucho peso de Sevilla y Cádiz (dos de sus devociones geográficas) en estas acuarelas. ¿De dónde le vienen esas querencias?
—La de Sevilla es obvia, he estado diez años de mi vida allí, los mejores amén los que he pasado con mi mujer y mis hijos. A Sevilla tengo que agradecerle todo lo que me ha dado. ¡Mira, hasta me gusta llevar esta chaqueta de ante, sevillana! Pero eso del peso... En una exposición, el motivo es algo así como una excusa, no hay que darle tanta importancia al motivo, por muy hermosos que sean. Lo importante es la forma de representarlos, de sintetizar, de abstraer.
—Como la de Felipe González.
—O la de Javier Arenas. Yo no soy político, yo lucho por mi tierra con las armas de la arquitectura y la pintura, igual que los políticos lo hacen con las armas de la política. Me gusta la gente que lucha por su tierra, y los políticos (en casi todos los casos) se vuelcan por hacerlo lo mejor posible.
—Hablando de hacerlo lo mejor posible: dicen de usted que pocos artistas pueden tutearle con la acuarela...
—Me absorbo, quizá me equivoque en algún dibujo y en algunas partes esté un poquito más densa la acuarela, más sobada, pero la frescura del momento está ahí. Quien venga a esta exposición buscando Jaén, está en un error: a Jaén la estamos viendo siempre, lo disfrutamos con sus venturas y sus desventuras. Yo lo hago así, es mi forma de manifestarme, y creo que hay que apoyar siempre a las personas que crean y ayudan a su ciudad a subir.
—Es que usted, aunque pinte mucho Sevilla o Cádiz, al final siempre vuelve a su Jaén.
—Yo moriré en Jaén, que es un remanso de paz. Es un oasis. Tristemente. O alegremente.

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