"Creo que la jubilación es el estado ideal para una persona"
La casa del doctor Felipe Molina Molina (Jaén, 1950) rezuma creatividad: cuadros firmados por su esposa o una de sus hijas, poemas manuscritos de su ilustre padre o fotografías y piezas de cerámica de producción propia que certifican que quienes viven allí, destilan sensibilidad.
Felizmente jubilado (asegura que ese es "el estado natural de una persona"), este "defensor a ultranza de la sanidad pública" y gran conversador se convierte hoy en protagonista del Zoom de Lacontradejaén.
—Antes que nada, señor Molina: ¿médico por imposición, por vocación o por descarte de otras opciones?
—Por imposición, no; por descarte podría decir que sí, pero lo primero es la vocación, que me vino por mi pediatra.
—Sin ánimo de ofender, Felipe, ya ha llovido desde que decía 'agó, agó' en la consulta de su médico infantil. ¿Tan buen recuerdo tiene de aquel doctor como para mantenerlo vivo en su memoria, a pesar del paso del tiempo?
—Sí. Mi pediatra fue José Montilla Bono, que además era amigo de mi padre [el insigne poeta Felipe Molina Verdejo]. Entraba a casa casi como si fuera suya, y cuando yo tenía unas anginas o lo que fuera, venía a casa y le decía a mi padre: "Al niño no hay que hacerle ni puñetero caso, ahora vamos a hablar nosotros", y se ponía a hablar con mi padre de lo humano y lo divino.
—Le marcó.
—Me atraía desde la edad pediátrica, y yo pensaba que de mayor quería ser igual que él.
—Consiguió serlo, al menos llegó a colega suyo. Otra cosa es lo del descarte, que lo ha dejado usted ahí, diluido, en su primera respuesta. Se agradece aclaración al respecto.
—Mi padre me dejaba totalmente libre para decidir mi futuro, pero en el Bachillerato me encontré con un profesor, que se llamaba Manuel López Romero: fue el único que consiguió que me gustaran las matemáticas, y hubo un tiempo en que estuve dudando, me parecieron bonitas.
—Lo mismo se ha perdido un gran profesor de Mates...
—¡Un profesor o un compañero de Einstein! [ríe] Me atraían las matemáticas, pero al final pudo más la vocación.
—¿Una vocación heredada, quizá?
—No, que yo sepa no hay ningún antecedente familiar.
—Optó por la Medicina, ¿en qué especialidad?
—En eso también influyó aquel pediatra; cuando terminé la carrera en Granada, en el año 1974, dudé un tiempo qué especialidad hacer, me hubiera gustado hacer Medicina de Familia, por la idea y la imagen que yo tenía de José Montilla Bono, por esa medicina holística por la que siempre me he decantado: una medicina no parcelada. Esa era la imagen que yo tenía del médico, el hombre del Renacimiento que atendía a la persona en su integridad, e hice la especialidad de Medicina Interna, que es la especialidad hospitalaria que considera al enfermo en su integridad.
—Por cierto: ¿qué es exactamente un internista?
—Imagina un enfermo adulto que padezca de hipertensión, sea a la vez diabético y se le presente una neumonia. La neumonía no sólo afecta a su pulmón sino que también descontrola su diabetes y su tensión ¿quién es el médico ideal para tratarlo en el Hospital? Pues el internista.
—¿Satifecho de aquella decisión, nunca se ha arrepentido de no escoger otra especialidad?
—Nunca.
—¿Su primer destino, Felipe? ¿Dónde debutó con el fonendoscopio?
—Mi primer destino es rocambolesco, con mi padre, el verano del 74, en los baños de Jabalcuz. Allí, el yerno de los marqueses de Blancohermoso, mayor que yo, me dijo que ese verano él no quería atenderlos y me ofreció hacerlo a mí: "Lo único que tienes que hacer es tomarles la tensión, auscultarlos, ¡y no se te ocurra prohibirles el baño!". Yo no tenía ni idea, ni coche tampoco, y mi padre me llevaba a las termas todas las tardes, me dejaba allí y se bajaba a los jardines. Cuando yo salía, él tenía ya una poesía terminada. Es decir, que los dos salíamos beneficiados, él con un poema y yo con cien pesetas.
—De ese primer destino tan romántico se fue a...
—Ese de Jabalcuz realmente no fue un destino, fue un apaño entre amigos. El primer trabajo ofricial fue el que me dio Ángel Horcajadas en la casa de socorro de Martos; estuve dos meses o tres, porque en octubre empezó el programa oficial de médicos internos en el Princesa de España. El primer año fue rotatorio, pasé por todos los servicios con Sillero, con Fermín Palma... Y al final, el segundo año, decidí ya quedarme con José María Sillero, porque lo que siempre me gustó fue eso, la Medicina Interna.
—Lo normal es que, a estas alturas, me estuviese usted contando aventuras de todos los lugares por los que ha pasado en el ejercicio de su profesión, pero no lo ha hecho aún: ¿no será que ha tenido tanta suerte en la vida como para no tener que moverse de Jaén?
—Siempre en Jaén, sí; he tenido mucha suerte.
—¿Le hubiera gustado pasar por otras provincias como médico?
—Nunca me lo he planteado; lo que sí sé es que cuando estaba en Granada, como estudiante, echaba mucho de menos Jaén. Y además, en cuarto de carrera, conocí ya a Mari Carmen [su esposa]. Este mes de diciembre de 2024 cumpliremos nuestras bodas de oro.
—Enhorabuena a ambos, vaya por delante.
—Soy feliz con mi vida familiar, con mi mujer, con mis hijos y con mis nietos.
—¿Volvería a hacer lo que ha hecho si pudiera viajar en el tiempo? Nadie, jamás, me ha respondido a esta pregunta que cambiaría algo de lo realizado. ¿Será Felipe Molina Molina el que rompa la costumbre?
—Probablemente volvería a hacer lo mismo, a lo mejor no exactamente igual que lo he hecho, pero sí volvería a estudiar Medicina, por ejemplo.
—¿Cuántos años con la bata blanca?
—Cuarenta y uno.
—¿Jubilado desde?
—En febrero del año que viene hará diez años.
—Comienzos evocadores en los baños de Jabalcuz, hijo del que durante décadas fue el poeta de Jaén por excelencia... ¡Usted es muy jaenero, Felipe, perdone que se lo diga así, de sopetón!
—Yo siempre he dicho que soy de Jaén, seguiré siendo de Jaén y me enterrarán en Jaén; eso no quita que vea también cosas que no me gustan, que sea crítico.
—¿Qué peso ha tenido la figura de su padre en esa militancia, ese amor jaenés?
—Mucho. Voy a contar una anécdota de cuando yo era chavalillo. Algunas tardes paseábamos con mi padre, y era muy frecuente que por la calle, cada cierto tiempo, le dijeran adiós, hasta el punto de que yo me hice a la idea de que había que ir por la calle diciéndole adiós a todo el mundo, los conocieras o no. Pero era por eso, porque a mi padre lo saludaban constantemente, luego me di cuenta de que era muy conocido.
—Casi tres décadas hace del fallecimiento del poeta. ¿Qué recuerdo ha dejado en usted?
—En mis cuentecillos y relatos, siempre pongo a alguien fumando en cachimba o escribiendo, y es que esa es la imagen que tengo de mi padre, además de contándonos cosas. Lo recuerdo como alguien muy cariñoso, que nunca nos alzó una voz en un grado como para que yo lo recuerde (mi madre sí, algunas veces). La única ocasión que recuerdo que mi padre me dio un bofetón, que me dolió mucho y por eso lo recuerdo después de tantos años, es porque fue en público.
—Vaya, cuente...
—Fue en la academia que tenía mi padre, en la Academia Jaén (el nombre ya dice mucho). Yo era un alumno más, y un día algo gracioso me provocó risa, me tumbé un poco en aquel pupitre antiguo, de madera. Yo estaba en primera fila, y cuando me levanté recibí el bofetón, me acuerdo perfectamente de sus palabras: "A este le puedo pegar porque es mi hijo, pero el bofetón iba para todos".
—En su "Enrique de Ofterdingen", hace la tira de tiempo, Novalis escribió que alrededor de un poeta todo se vuelve poesía. En las distancias cortas, ¿su padre era eso que se llama un ser poético? ¿Llevaba la poesía del papel a la cotidianidad?
—Sí, sí, también, lo que pasa es que, cuando yo era adolescente, no le hacía tanto caso en eso, y ahora me arrepiento. Nos leía alguna cosa que había acabado de escribir, pero yo estaba pensando en el capitán Trueno, y ahora me arrepiento de no haberle hecho el caso que tenía que hacerle, el que le hago ahora mismo.
—Porque es consciente de quién fue, de lo que significa en la cultura de aquí...
—Sí, claro que sí.
—Usted tiene muchas cosas de su padre: por ejemplo, es miembro de la ensolerada Asociación de Amigos de San Antón. Lo que se dice un patriota de Jaén.
—Sí, soy vocal de la asociación; muchas veces mi padre nos contaba lo que hacían en la asociación, y conozco a los amigos de San Antón prácticamente desde su fundación. Cuando murió mi padre, alguien que nunca he llegado a saber me propuso como miembro, y acepté.
—Y la facultad de escribir versos (pero versos de verdad, como los que le valieron el prestigio a Molina Verdejo), ¿la ha heredado, o es incapaz de rimar ni con su propio nombre?
—¿Se nace siendo poeta? Yo creo que hay cierta predisposición, ciertas habilidades y probablemente lo que uno llegue a ser no está del todo determinado, pero sí en parte, nuestros genes tienen mucho que decir, y el momento en el que naces, las circunstancias... Yo tengo los genes de mi padre, tengo su imagen pero soy incapaz de escribir una poesía.
—¿Falsa modestia? ¿Está buscando que le diga que no, que seguro que hace usted virguerías con las palabras?
—No, no, lo digo de verdad. Mari Carmen y mis hijas, pintan, pero yo ni con eso de que con un seis y un cuatro pintas la cara de tu retrato: yo lo hago y me sale mal. Y la poesía creo que es lo más difícil, hay que nacer para ello.
—Se mueve más en la prosa, entonces.
—Creo que sería algo más capaz, pero tampoco. Lo que me gusta es imaginar, contar, pero también lo hago fatal.
—Está claro, Felipe, que lo del autobombo no va con usted. ¿Y aficiones? Ahora que lleva una década jubilado, le habrá dado tiempo a practicar aquello que, en activo, le era más complicado abordar. ¿Caza, pesca...?
—He tenido buenos amigos y compañeros cazadores y pescadores, pero con perdón de ellos siempre he creído que eso de salir a matar a un animal no va conmigo. Tengo muchas aficiones, desde que me jubilé: lectura, escritura, jardinería, fotografía, cerámica, ilustración digital, cocina y un largo etcétera. La jubilación creo que es el estado ideal al que hay que llegar, ¡y eso que a mí me ha gustado mucho mi profesión! Bueno, menos la última etapa.
—¿Qué pasó en los estertores de su trayectoria para que tenga ese sabor de boca?
—Los últimos siete años los pasé muy mal, tuve la única equivocación que he cometido en mi carrera: desviar un poco mi tiempo de atención al enfermo y dedicarme a la gestión.
—Habla de su época como director de la unidad de Medicina Interna del Hospital de Jaén, ¿verdad?
—Primero fui coordinador de Urgencias (cuando esta todavía no era una especialidad médica), y en 2008, en el peor momento, con la gran crisis económica, acepté la jefatura de Medicina Interna, que en principio me pareció un reto. Cuando vinieron los recortes económicos, la reducción de contratos y nos quitaron horas de guardia y nos impusieron dos horas gratis por la tarde, todo eso generó un malestar enorme entre los propios compañeros. Fue un momento muy malo.
—Es triste que después de toda una vida profesional, el recuerdo que le queda sea ese.
—No, porque dimití y me fui al Neveral, donde volví a la medicina y me jubilé. Volví como soldado raso, a aquella idea mía un poco romántica. Y eso que el Neveral tenía una fama...
—Menos mal que lo dice usted, me lo ha puesto en bandeja. Durante años era un runrún en Jaén que quien subía enfermo al Hospital Doctor Sagaz, bajaba envuelto en madera.
—Eso era un mito; es verdad que allí se enviaba a enfermos crónicos y terminales, pero era también el lugar donde más necesidad de humanidad tenía los enfermos. Y quiero dejar una cosa clara: el equipo que encontré allí fue excelente. Hacer que quien va a morir se sienta bien atendido, ¡y si a eso le añades el entorno natural del Neveral...!
—No me resisto a preguntarle algo para concluir esta entrevista: mirándolo de arriba abajo, Felipe, ¿nadie le ha dicho que con una cachimba en la mano sería usted Felipe Molina Verdejo?
—Ojalá me pareciera de verdad, no solo en lo físico ni en el pelo blanco.
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