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"Los clientes en general (y yo me incluyo) se han vulgarizado"

"Los clientes en general (y yo me incluyo) se han vulgarizado"

Por Javier Cano - Junio 16, 2024
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De pocos jiennenses se puede decir con tanta razón aquello de que "tiene tela" como de Jesús Espinosa de los Monteros Choza (Jaén, 1964). Comerciante de toda la vida, a día de hoy es el rostro visible de Tejidos El Carmen, un negocio más que centenario al que llegó de chavea.

Esta entrevista se realiza en el establecimiento de su hija, Otomán, que en la otra punta de Jaén continúa ya como cuarta generación con la regla de madera entre las manos. En pleno "interrogatorio", Espinosa confiesa a Lacontradejaén que anda a la espera de la llegada de su segundo nieto en cualquier momento. O sea, que si el lector va por la mitad y ve que se corta...

—¿La tradición familiar le tenía destinado un hueco tras el mostrador o lo suyo es vocación personal, Jesús?

—Yo soy el quinto de ocho hermanos y mi padre fue probando con cada uno, nos tenía allí, en la tienda, los fines de semana, algún rato. Y de mis hermanos, ninguno quiso tienda. 

—Usted sí...

—A mí me gustaba, y el caso es que no era capaz ni de decir buenos días, me ponía colorado como un tomate. Pero eso, al final, también se aprende. Cuando tenía quince años, terminó el curso y le dije a mi padre que si quería que me viniese a la tienda, yo estaba dispuesto a estar en la tienda, y ese verano empecé a trabajar. 

—Cambió el "rollo" de los libros por los rollos de telas, entonces.

—Terminé el bachiller en el Nocturno, empecé en la Escuela de Empresariales pero era muy mal estudiante. Y eso que dicen los técnicos que soy muy listo, ¡debe ser mentira! Si es cierto que debo de ser más o menos inteligente, no lo sé, el caso es que durante la EGB y el bachiller, aquello me lo llevaba yo de calle sin tener que trabajar mucho: cuando hubo que trabajar, no era capaz. 

—Es curioso que a un zagal de quince años le gustase más estar en la tienda que en la calle, fuera de los límites de un establecimiento, sujeto a un horario y al corsé de un comportamiento cara al público. 

—Sí, sí; y aparte, en una tienda con un jefe como mi padre, es complicado. Todos los días había que hacer una serie de rutinas, y yo decía "¿para qué hay que limpiar los cristales todos los días, si esto está limpísimo?"; y allí arriba, en la calle Maestra, ¡había cristales y no se limpiaban como ahora, con los cacharros esos de las esponjillas, sino a trapo y Cristasol! Todos los días había que limpiar los critales, todos los días había que barrer la tienda, ¡que eran doscientos metros cuadrados!

—Algo atractivo ocurriría en aquel viejo local, ¿no? ¿O todo era pasar fatigas?

—El negocio tenía muchas cosas simpáticas, y las sigue teniendo hoy en día también. 

—Con el paso de los años, señor Espinosa de los Monteros, ¿ha llegado a entender aquel empeño de su padre en limpiar cristales o barrer la tienda?

—Sí lo entiendo. 

—Quizá lo hacía para enseñarle a ser jefe...

—No solo por el negocio: mi padre quería que yo aprendiera una cosa que nos gusta que aprendan nuestros hijos, que es a trabajar, a que no te escueza trabajar, porque hoy en día, por desgracia, mucha gente se está criando en no trabajar, en no pegarle un palo al agua, y cuando llega el momento de tener que apretar cuesta mucho trabajo. Yo puedo sacar ahora una media de quince o dieciséis horas diarias, y no pasa nada.

—Dieron resultado las 'lecciones' de don Francisco, entonces. 

—Le estoy agradecido, y aparte de eso se aprende una disciplina, un esfuerzo, unas ganas de hacer las cosas bien. A veces dices "¿para qué voy a hacer esto si ya está bien, si está pasable?", y no es pasable, las cosas se pueden hacer de dos maneras: bien, o de la otra. Hay que hacer las cosas bien. 

—¿Y el cliente, Jesús? ¿Ha cambiado mucho quien llega a preguntar o directamente a comprar, respecto a finales de los 70 y principios de los 80 del pasado siglo XX?

—A una señora de setenta y pico años fui a medirle unas cortinas hace unas semanas, la llamé para darle presupuesto y me dijo que sí, que lo hacíamos nosotros. Le dije que lo ponía en marcha, quedó en hacerme una entrega y le dije que no hacía falta: "Sí, sí, sí, de todas formas iré a hacerles una entrega". La llamo para decirle que vamos la semana que viene a hacerle la instalación y me dice que no, que ella no ha venido a hacer la entrega. ¡Cómo se me puede ocurrir a mí que una señora de setenta y tantos años me deje colgadas unas cortinas de quinientos euros!

—Esas cosas también pasarían antes...

—Muy pocas veces. Los clientes han cambiado a mal, muchísimo; aparte se ha ganado en muchas cosas, pero se ha perdido en otras. 

—¿En qué se ha ganado, ya que lo saca a colación?

—A efectos de cliente se ha ganado en el sentido de que la gente está muy informada de todo, la gente sabe muchísimo, la gente tiene muchísimo donde elegir, pero eso al comerciante le ha perjudicado. ¿En qué sentido? Que ahora tenemos doscientas piezas de cortina en existencia, más todo lo que hay: ¡la cantidad de piezas que puedes elegir! Y hay gente que no encuentra la cortina que le guste, y hay miles. Esto se traduce en que los costes, para mí, son mucho mayores.

—¿Puede ser porque el cliente que acude a una tienda como esta busca una calidad que piensa que no va a encontrar en otra parte? 

—Los clientes, en general (y yo también), nos hemos vulgarizado. En la foto que tenemos en Tejidos El Carmen, mi abuelo y su socio están con su pajarita, sus trajes de chaqueta, sus camisas de puño vuelto con gemelos... Si yo, hoy en día, me pongo una chaqueta y una corbata, la gente se asoma a la puerta y dice: "¡Uff, esto es muy caro!", se dan la vuelta y salen corriendo. Tengo que venir en vaquerillos, y no me los pongo rotos porque me parece ya 'demasié'. 

—Un negocio como el suyo, en un momento en el que es posible encontrar cortinas ya confeccionadas y listas para colgar por nada y menos, puede darse con un canto en los dientes, ¿no cree? 

—La gente, hoy en día, no sabe coser un botón, en términos generales. 

—¿Estos últimos años han sido de bajón para una tienda como esta, a pesar de la solera que la avala, o ustedes no han notado las crisis?

—Estos últimos años han sido de bajón para todo el comercio en general, no solamente para las cortinas. El esfuerzo del comercio, ahora, es una barbaridad. 

—¿Quiénes siguen viniendo a su casa, señor Espinosa de los Monteros? ¿Cuál es el perfil de su clientela?

—Personas particulares, cofradías... Allí, en la Carrera, vendemos el tejido para confección, que hoy se ha quedado en bautizos, bodas y comuniones; antes se vendía tejido para todo, pero ya no, para todos los días nos apañamos con cualquier camisilla o un vaquero roto. Para una boda nos arreglamos un poquillo más, y eso si no tenemos algo que aprovechamos, le quitamos una manga, le ponemos un trozo de tul y ya hemos hecho un vestido nuevo. 

—Usted ha sido hermano mayor de una cofradía, Los Estudiantes, abundosa en mantillas. Una pieza castiza, junto con la peina, de la que El Carmen dicen que es un templo. 

—Sí, todavía se venden mantillas, aunque no tantas como yo quisiera. En mi casa, como éramos muchos hermanos, mi padre, el hombre, no tenía mucho dinero pero sí que éramos un poco exquisitos, siempre se ha comido muy bien y nos han gustado las cosas buenas. No teníamos cuadros en las paredes, que estaban peladas: mi padre se dedicaba a que comiéramos y fuésemos a un buen colegio. 

—¿Está evitando la pregunta de las mantillas o está prologando una respuesta rotunda, sentenciosa, memorable?

—Quiero decir que de siempre nos han gustado las cosas buenas y que no me gusta vender mantillas que no se pueden llamar mantillas. Hay cosas por ahí que son porquerías. ¡A lo mejor vendo menos de las que yo quisiera por eso, porque las que yo vendo tienen un precio para arriba!

—Vamos, que ve usted una procesión y privilegiado es quien va en ella y se salva, ya sea mantilla o nazareno. 

—Claro, veo muchas peinas y mantillas que hemos vendido nosotros, y cuando veo a los nazarenos veo cómo son las telas, hay túnicas por ahí que son auténticos desastres. Se ve todo, sí. 

—En conclusión, ¿cree que este tipo de negocios, por más años que acumulen, tiene los días contados?

—Los años son días también, al final. Sí, por desgracia creo que sí. Primero, gente que se quiera meter en esto, con las dificultades que digo, no es fácil encontrar. A mí me coge ahora un economista y me dice que estoy chalado, y con razón, con las existencias que tengo en tienda. Establecerse de nuevas para una cosa así es muy complicado, y familiares que quieran seguir detrás de mí..., de mis hijos ninguno quiere, menos mi hija, que es decoradora y sí va a seguir. Pero en esta tienda: no hay quien quiera seguir con Tejidos El Carmen. 

—¿Qué diferencia principal hay entre ambos negocios como para que no tenga continuidad el más señero?

—El Carmen es un negocio de textil que no tiene manipulación, y este, Otomán, sí. Aquello tiene trabajos añadidos que no se ven, pero que hay que hacerlos. 

—¿A qué trabajos añadidos se refiere?

—Yo soy el que va a la casa del cliente a medir, por ejemplo. 

—Da la impresión, oyendo sus respuestas, de que este trabajo le absorbe todo el tiempo. De aficiones, nanái de la China.

—Muchas, tengo muchas aficiones. 

—Sorprenda usted al lector.

—Hago cerveza.

—¿Perdón?

—Que hago cerveza, muy rica además. 

—¿En casa?

—En la cocina de mi casa, sí. 

—Que hiciese capirotes o mezclase inciensos podría ser hasta previsible pero, ¿esa afición?

—Los capirotes los tengo vistos, sí, pero para eso ya no me queda tiempo. Lo de la cerveza me viene de lo que le gusta a uno [ríe]. Haciéndola se consiguen cosas muy interesantes, mucho más ricas y que sientan mucho mejor que lo que te compras hecho. 

—¿Y cómo ha conseguido convertir su casa en una cervecera? Debe de vivir usted en una nave industrial.

—No, no, tiene su historia, ¡pero con una olla puedes hacer cerveza! La cerveza tiene cuatro componentes que son agua, malta de cebada, levadura y lúpulo. Hay diferentes tipos de agua, de levadura, de malta de cebada y también de lúpulo: dependiendo de cómo combines esos cuatro elementos, puedes hacer millones de cervezas distintas. 

—Sinceridad le ruego: ¿qué comentan quienes prueban su brebaje (dicho sea con el mayor de los respetos)? Ahora puede presumir y asegurar que los deja sin palabras. 

—Pues dicen que les gusta mucho.

—Repiten, incluso...

—Tampoco tengo el tiempo que yo quisiera para ello. 

—¿Algún otro 'hobby' confesable?

—Dice un refranillo que sabe más un necesitado que un abogado: esta tienda la he montado yo, le he puesto el suelo, he tapizado las columnas, he puesto la escayola, he hecho la instalación eléctrica, los muebles de madera... Entre otras cosas porque no se le podía pagar a alguien que hiciera tantas cosas. 

—O sea: comerciante, cervecero a pequeña escala y manitas.

—Soy manitas, sí. Me gusta tener herramientas. En mi casa teníamos cuatro chiquillos, y me acuerdo de que me pasaba lo que a mi padre, que teníamos hijos pero no teníamos dinero, y un hijo se lleva un poco de dinero. Entonces había que comprar un sinfonier, por ejemplo, mi mujer decía de ver uno y el que le gustaba costaba ochenta mil pesetas de aquel tiempo, así que me compré una lijadora, cuatro tableritos e hice el sinfonier.

—Mire hacia atrás, regrese a finales de los 70 y salte luego a este mismo instante, aquí. ¿Volvería a hacer lo mismo que ha hecho, o cambiaría más de un episodio de su vida si pudiera?

—Sí volvería a hacer lo mismo, pero con una condición: saber lo que sé ahora, para no equivocarme en lo que me equivoqué. Aunque entiendo que tampoco han sido equivocaciones: una persona que toma una decisión meditada, ha sopesado, ha hecho números y ha visto las posibilidades positivas y negativas de una decisión, si al final decide lo que sea, eso no es una equivocación. Si tomas una decisión y mañana las condiciones son otras es como si en mitad de un partido te cambian las reglas del juego. Pero sí, estoy muy contento; mi padre me enseñó a trabajar y creo que sé trabajar, lo mismo que he intentado hacer con mis hijos: eso, y que sean honrados. 

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