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"El funcionariado, en general, no tiene compasión con las personas mayores"

"El funcionariado, en general, no tiene compasión con las personas mayores"

Por Javier Cano - Diciembre 28, 2025
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Jesús Medina Quiles (Jaén, 1965) es de esos jaeneros por los que la legendaria Sombrería Cámara seguiría abierta, calado como va por la vida por el Jaén de sus amores. Recién jubilado tras cuatro décadas como funcionario de Justicia, a este conocido cofrade de El Rocío, La Clemencia y El Abuelo se deben los gritos más altos y hondos a la vez que recibe el de los Descalzos por las calles de Jaén, el Viernes Santo. 

Promitente suyo hasta que el cuerpo aguante, hoy entra por méritos propios en el plano del Zoom de Lacontradejaén. 

—Esta entrevista tiene como escenario un rincón muy jaenero, la Plaza de San Francisco, la 'plaza vieja' de toda la vida y el primer espacio urbano que tocan sus pies cada mañana, cuando sale de casa. Pero usted no es de aquí...

—No, no, me ha traído aquí el destino: el amor a Nuestro Padre Jesús cuando estaba ubicado en la Catedral fue lo que me hizo venirme aquí, pero yo soy natural, nacido y criado en la Magdalena, de donde nunca me debería haber bajado. 

—¿Se arrepiente de esa mudanza? 

—Entre comillas me arrepiento, porque hay mucha algarabía, mucha fiesta, mucho tránsito de personas y de coches, muchos eventos que se celebran (zambombás...). Mucho ruido, y la gente no respeta. 

—Cuando llegó a esta plaza, hace veinte años, no había tanto jaleo, ¿no?

—No, pero ahora de cualquier acto se hace una fiesta. 

—Pero será consciente de que más de una persona le envidiará el domicilio: eso de vivir en pleno corazón del Jaén antiguo, esos balcones suyos para ver las procesiones...

—Sí, seguro, pero a mí me gusta ver las procesiones a pie de calle; mi madre sí ve algunas a través del balcón, de las pocas que pasan por aquí. 

—Los Medina Quiles son de todo menos desconocidos en la Magdalena. ¿Por qué?

—Toda mi familia se han criado y han nacido en el barrio de la Magdalena; nuestros orígenes allí se remontan quizá a mis bisabuelos, que tenían una panadería: mama Reyes y papa Quiles, ella regentaba la panadería (que luego heredó mi abuelo) y papa Quiles era funcionario de la Diputación. De ahí vinieron más familiares, Quiles, que por parte de padre tenían una panadería, llegó a haber tres panaderías de Quiles en el barrio. 

—Con mucha parroquia, además. 

—Con mucha parroquia, sí; yo cuento lo que me habla mi mamá: muy solidarios y de entrega a los demás, porque en aquellos tiempos se pasaban necesidades y mis abuelos dice mi madre que se brindaban al gobierno que había en ese momento. Les cedían un saco de harina y les decían: "Toma, esto para que hagas pan", y a mi abuelo, cuando le insinuaban que dijera que ya se había acabado el saco, jamás lo hizo, hasta que no se acababa el último grano. 

—Vamos, que quitó hambre en el barrio. 

—Alguna gente, si llega a leer esto y me reconoce como hijo o nieto, en este caso, de Francisco Quiles y de Josefa Rincón, sabe que estoy diciendo la verdad. 

—¿Llegó usted mismo a convivir con los sacos de harina, el olor a pan, el trabajo en el horno?

—Sí, llegué a corretear por allí, sí, y tengo un apodo que no lo voy a decir, que solo lo conocen los antiguos. Me lo decían familiarmente, porque yo era un tío muy fuerte entonces (lo que ahora ya, por la edad y otro tipo de trabajo pues no desarrollas...). Yo cogía, con once años, un saco de harina más grande que yo; andaba cincuenta pasos nada más, casi me caía con el saco (que pesaba sesenta kilos). De eso aprendí yo lo que eran los cargadores, lo que hacían los estibadores en los puertos, aquí, los que cargaban la harina, se ponían el saco de arpilla en la cabeza, cubriéndoles el cogote, y se echaban ahí el saco de harina. 

—Parece que habla usted de costaleros...

—Claro.

—Pero esos cargadores de harina no se iban, después de su jornada laboral, a cargar tronos de Semana Santa, en Jaén no se estilaba eso.

—Aquí se ha puesto de moda ahora eso.

—El capítulo cofrade (tan importante en su vida) queda pendiente para un poco más adelante. Un viejo poema dedicado al gran Miguel Calvo Morillo dice en sus versos que el poeta marteño, cuando hablaba, "dejaba un aliento de pan reciente y campo, capaz de florecer en las aceras". Usted también evoca hornos, harina, esfuerzo y sudores con un tono de amor en sus palabras. Sin embargo no se acaba de jubilar precisamente como panadero. ¿Nunca le atrajo tanto ese mundo como para dedicarse a él profesionalmente?

—Estas son cosas muy íntimas que no conoce casi nadie, de hecho de los tres hermanos que somos, mi pequeño, Sebastián, ni recuerde esto: a mi padre le llegaron a ofrecer un horno a cambio de un terrenillo que teníamos, en la calle Teodoro Calvache, antigua calle del Arroyo, por dos millones de pesetas. Pero mi padre dijo que no, que la noche era muy sacrificada y que sus hijos no eran panaderos. 

—¿Le hubiera gustado que su padre dijera que sí?

—Es una profesión muy noble, pero creo que acertó. 

—La construcción también es un oficio tradicional en su familia, pero usted optó por hacerse funcionario de Justicia.

—Sí, mi padre era albañil, un buen albañil según lo definen sus compañeros, pero yo le debo ser funcionario a dos personas, una es mi prima Estrella Rincón, que ha sido una de mis tutoras, se volcó en mí; y sobre todo se lo debo a mi madre. En tercero de BUP repetí y mi padre me dijo que ya se me había "acabado el rollo" (yo tenía diecisiete años). Me fui con él a la obra y no me iba a mal, además el jefe era mi padre y no me daba los trabajos más duros. Pero mi madre se juntó con mi padre y le dijo que yo no era albañi, habló con mi prima Estrella Rincón y me llevaron al juzgado, al Palacio de Justicia.

—¿Con qué objeto, Jesús?

—Un magistrado amigo de mi prima me colocó allí como antiguamente se llamaba: de meritorio. Como anécdota diré que no ganaba dinero. Mi padre (y era normal) le preguntaba a mi madre: "¿Cuánto gana el chiquillo?". Y mi madre, una mujer austera y sacrificada, le decía: "No gana nada, pero no nos hace falta"; funcionábamos con el sueldo de mi padre y el de mi hermano mayor, Antonio, que ya trabajaba en la obra. Después saqué las oposiciones, saqué dos en la misma convocatoria, una en Martos, de agente judicial, y la otra de auxiliar administrativo (lo que ahora son tramitadores procesales) y me dieron destino en Sanlúcar de Barrameda. 

—¿Se fue a la desembocadura del Guadalquivir, o prefirió la Ciudad de la Peña?

—Me fui a Sanlúcar de Barrameda, trabajé allí escasos treinta y nueve días, me vine para Jaén, hice el servicio militar en Córdoba (obligación de entonces) y a mi regreso ya tenía plaza donde yo me formé, en el Juzgado de Instrucción número 2.

—¿Cuántos años ha pasado en ese juzgado, señor Medina?

—Acabo de jubilarme después de cuarenta años.

—Se ha jubilado joven, con sesenta recién cumplidos.

—Con sesenta, sí; el ministerio nos lo permite a los funcionarios estatales con treinta y cinco años de servicio y sesenta de edad, y yo tengo cuarenta de servicio. 

—¿Se adapta bien a su nueva situación, o echa de menos andar entre sentencias y togas?

—Con mi situación de ahora mismo no puedo echar de menos mi trabajo, porque me he quedado muy desfasado.

—¿Por qué dice eso? 

—Estos últimos años he estado muy inactivo, he tenido la obligación de cuidar de mi mamá y eso me ha impedido desarrollarlo; tenía una licencia especial de retraso en los horarios para cuidarla, aunque yo sacaba mi trabajo adelante siempre. A mí me encargaban una serie de trabajos y yo los terminaba en dos horas, y me decían: "¿Pero cómo haces esto?". Y era que yo me iba muy temprano al juzgado, ¡cuando no se podía ir! Creo que estoy revelando un secreto.

—¿A qué se refiere?

—Pues a que me iba al juzgado a las cuatro de la mañana a trabajar, y eso no se puede hacer. Pero terminaba mis trabajos en dos días escasos. 

—¿Satisfecho de esas cuatro décadas en Justicia?

—Muy satisfecho, sobre todo porque en el ambiente donde yo me he criado había mucha necesidad de que alguien pudiera, entre comillas, trabajar en atención al público. ¡Por eso tengo ahora un amargamiento, o un malestar (esa es la palabra).

—¿Qué le hace sentirse mal, Jesús?

—Hablo del funcionariado en general: está deshumanizado, no tiene compasión con las personas mayores ni preparación para resolver un trámite, no ponen nada más que pegas, que si citas previas, que si tienen que presentarlo por internet... ¡Yo a eso me he negado siempre, y si he quebrantado la Ley me da igual! Yo no le podía decir a una mujer mayor que pidiera cita, o que pidieran documentos por internet, como hacían otros compañeros: ¡Si la criatura no sabe ni leer, cómo le vas a pedir que solicite una partida de nacimiento por internet! 

—Al principio de esta entrevista salió a colación el universo cofrade, en el que es usted también muy conocido. Cofrade de Pasión, promitente de Jesús, rociero...

—No me quiero emocionar, pero todo lo que soy o todas las devociones que tengo se las debo a mi madre, una mujer creyente, muy divertida, muy feliz, a la que le gusta todo lo que sea fiesta, pero fiesta religiosa, no pagana. Mi madre, por tradición familiar, era hermana de la Hermandad de Triana desde hace muchos años, antes de que aquí, en Jaén, existiera la Hermandad del Rocío. 

—Les venía de lejos, entonces. 

—Cuando fallece mi padre podemos disponer de un poco más de tiempo y mi madre nos dijo que íbamos a ir al Rocío. También es digno de nombrar el fundador de la hermandad de Jaén, don José Palomino Rivera, que fue quien nos acogió en su grupo. A raíz de ahí nos hicimos hermanos, para poder hacer el camino con la hermandad de Jaén, y no hemos dejado de ir hasta que llegó la pandemia, después de veintitantos caminos. Estos tres últimos años tampoco, con mi madre ya no hemos podido hacer el camino.

—La Clemencia, otra debilidad de su casa. 

—De toda la vida, todos los hermanos, toda la familia. Mi padre, Alfonso Medina Carrillo, y mi abuelo, Sebastián Medina Molina, eran los responsables, el Martes Santo, de hacer una rampa en el templo de la Magdalena para que pudieran salir los tronos. La hacían de madrugada, y cuando finalizaba la procesión volvían a instalar los escalones. 

—Y El Abuelo... ¿De verdad verdad que se vino a vivir a la Plaza Vieja solo por estar más cerca de Él?

—Sí, así es, no me trajo otra cosa. Veníamos todos los días a Jesús, pero mi madre empezó a tener problemas de movilidad y teníamos que bajarla todos los días en coche. Pero su ilusión era poder disponer ella de acercarse a cualquier hora del día a verlo, y debido a la cercanía de esta plaza nos vinimos aquí, para que pudiera pasar con Él las horas que quisiera sin estar pendiente de un aparcamiento. 

—¿Qué es Nuestro Padre Jesús para usted, señor Medina?

—En la procesión magna que hubo en octubre bajamos mi madre y yo hasta la calle Virgen de la Cabeza, y había quién me preguntaba qué se siente cuando se va debajo de Jesús. A cualquiera que le preguntes te va a decir que no sabe explicarlo, pero yo sí sé explicarlo. 

—¿Qué se siente, Jesús, ahí, debajo de los pies del Señor de los Descalzos?

—[se emociona] ¡Una paz, una alegría, una conversación... Te hinchas de hablar con Él, te abraza, te revienta los hombros de apretártelos! Vas en otro mundo, ¡nadie sabe lo que experimenta quien va debajo de Jesús! Si a ese abrazo que te da el Señor le sumas que has podido ayudar a alguien a que lo lleve también (porque te hayas encogido, te hayas apretado y otra persona pueda llevar a Jesús), eso no hay lotería nacional ni de Navidad que le toque a nadie, mejor que poder llevar a Jesús. 

VÍDEO Y FOTOGRAFÍAS: ESPERANZA CALZADO

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