"A mi padre todavía lo veo algunas veces, en sueños"
El clarísimo y silencioso patio de recreo del antiguo colegio Nuestro Padre Jesús, a la sombra del Arco de San Lorenzo, sirve de escenario para esta estival entrevista a José Delgado Cecilia (Jaén, 1959), apellidos con perfume a tiza y pastelería legendaria con los que este enfermero recién jubilado, y jaenero enamorado de su ciudad, pasa por el mundo.
—Este caserón es un lugar inolvidable para mucha gente que aquí pasó horas y horas de su infancia o adolescencia recibiendo las enseñanzas de don Victoriano Delgado Serrano. ¿Aquí vio usted la luz primera?
—Efectivamente, mi hermano y yo.
—Hijo de maestro, nació en un colegio pero no se ha dedicado a la docencia, su vocación sanitaria ha podido más que la tradición familiar...
—La verdad es que estuve dos meses estudiando Magisterio, luego estudié Medicina en Córdoba pero mi profesión ha sido la de enfermero.
—De alguna manera continuó la dinastía: don Victoriano (muchos lectores lo recordarán) fue practicante antes que profesor.
—Sí, había sido practicante de los antiguos, pero luego se dedicó a la docencia, se hizo maestro. Como he dicho, yo estuve estudiando Medicina en Córdoba (con beca toda la vida), pero el primer año no me adapté bien y preferí cambirme a Enfermería. Para trasladar el expediente de Córdoba a Jaén y poder seguir aquí tenía que pasar un año (para seguir manteniendo la beca); entonces me matriculé en Magisterio, cuando la Escuela de Enfermería todavía no estaba abierta (yo soy de la primera promocion de diplomados); me admitieron el expediente en Magisterio, estuve dos meses y en cuanto abrieron la Escuela de Enfermería, entré.
—¿Siempre tuvo claro que lo suyo eran las jeringas y el algodón?
—Sí, desde chiquitillo; el mayor regalo que podrían haberme hecho los Reyes Magos hubiera sido un muñeco de esos que se le veían todos los órganos, las arterias... Pero como no podía ser me lo hacía de plastilina, le ponía los órganos que podía, le metía mercromina con una jeringa y luego lo operaba, lo abría.
—Habla de becas, de apreturas, de una economía que parece que no estaba como para tirar cohetes. El lector puede pensar que exagera si se tiene en cuenta que no había nacido usted, precisamente, en el seno de una familia de segadores.
—Eran otros tiempos, antes no era como ahora para los profesores. Mi padre decía: "Yo lo único que tengo son mis manos y la pizarra".
—Aclarado. Volviendo a su profesión, José: ¿cuántos años ha dedicado a la enfermería?
—Hasta el 30 de diciembre que me jubilé, y empecé a trabajar en el 81, creo recordar.
—Su último destino fue el centro de salud de Villargordo. Antes de eso...
—Cuando terminé no había trabajo; hice la mili obligado, no había objetores de conciencia ni nada de eso entonces, o ibas a la mili o ibas a la cárcel. Hice la mili y me vine a la Cruz Roja, que era lo que había. En la Cruz Roja sacaron el artículo 50 (creo recordar), empezaron a meter gente y ya entré en la antigua Residencia Capitán Cortés, ahora Ciudad de Jaén; ahí pasé por todos los servicios. Los contratos eran como ahora, te duraban un tiempo y te ibas cuando se acababa, así que me fui a Linares y en cuatro años pillé la plaza en propiedad; estuve allí dieciocho años. Luego pedí el traslado a atención primaria y estuve otros dieciocho años, ya en Villargordo.
—¿Satisfecho?
—Sí, como antes las posibilidades de trabajar eran diferentes y yo era hormiguilla, me metía en todo, si me dejaban yo lo hacía. Estaba en Linares de noches fijas y en 2000 me ofrecieron trabajar en la Renfe por las mañanas; el horario era compatible, yo salía de las noches, que creo recordar que eran alternas, y por la mañana me iba a la Renfe de la Estación de Linares-Baeza, a un consultorio que había allí; los fines de semana también me iba a La Carolina a hacer guardias. Luego, por las incompatibilidades, ya tuve que dejarlo y fue cuando pedí el traslado a atención primaria en Villargordo, un pueblo que me tratado muy bien, he tenido la suerte de estar allí.
—De Linares también tendrá buen recuerdo...
—Sí. Son sitios diferentes porque en Linares, en el servicio de Urgencias del hospital, ¡eso era...! En Villargordo era otro tipo de trabajo, pero muy bien en los dos sitios.
—Dieciocho años en Linares y otros tantos en Villargordo, con "escapadas" a La Carolina, pero siempre ha vivido usted en Jaén, en esta casa.
—Sí, esa suerte que he tenido de no tenerme que desplazar a vivir fuera, a otras ciudades.
—¿Nunca se le pasó por la cabeza quedarse en su municipio de trabajo, no tener que coger el coche?
—Estando en Villargordo no, está muy cerca. En Linares teníamos un autobús particular contratado por los que íbamos allí a trabajar, pagábamos nuestra cuota mensual y nos veníamos siempre en autobús.
—Ya jubilado, ¿a qué se dedica? ¿Quizás es un manitas en toda regla?
—Me gusta; no es que sea un artista, sale lo que sale. Ahora estoy, por ejemplo, restaurando aquí una cosilla, me entretengo mucho. Y si necesito ayuda, pues la pido.
—Ahora se le supone tiempo libre para dedicarlo a sus aficiones...
—Me gusta mucho el campo, ir a cazar (cada vez menos y no caza mayor, cuatro cosillas); la pesca, me lo paso muy bien con mis hijos, tenemos una pequeña embarcación y nos vamos a los embalses a pescar, es un disfrute para mí y para todos, hasta se viene Pepi [su esposa] algunas veces.
—¿Dos hijos sanitarios, docentes? ¿O no han seguido sus pasos?
—No, yo estaba empeñado pero me regañaban: "¡Que no quiero ser enfermero!". El mayor hizo Ciencias Ambientales y viendo que eso tenía pocas salidas se hizo policía local, está en Martos. Y el pequeño hizo un máster de Biotecnología y está en un laboratorio en Granada, haciendo pruebas de ADN.
—Los hijos fuera (o casi) y usted jubilado. ¿Disfruta mucho de este patio, o no para en casa?
—Mucho, mucho. Mis amigos y mis hermanos nos dicen que parecemos cartujanos, que no salimos para nada. Si hay que salir a comer o a lo que sea, se sale, pero normalmente estamos aquí. Durante la pandemia no notábamos la diferencia. Estamos aquí muy a gusto; tiene sus defectos, como que no entra el coche, pero por lo demás...
—Parece ser que esta casa fue un antiguo molino de harina, posiblemente parte del caserón de los condes de Torralba que presidió la plazoleta de San Lorenzo hasta finales de los años 60.
—Yo recuerdo de chiquitillo que esto era la casa de mis abuelos, pero era muy chico. De mi abuelo no me acuerdo, de mi abuela Capilla sí, y vagamente de la casa, que tenía un corral, con su marrano.
—Un patio histórico y un edificio no menos ensolerado, donde mucha gente soltaría una lágrima hoy, rememorando su infancia y su adolescencia. Seguro que más de una vez se lo recuerda alguien.
—Soy muy malo para quedarme con las caras, pero en el mercado mismo voy a comprar y alguna vez me dicen: "¡Tú eres Pepito, yo estuve en el colegio de tu padre!".
—Su padre, otro nombre que escuchará usted muchas veces al día en boca de sus antiguos alumnos.
—Sí, muchas veces.
—¿Le enorgullece?
—Sí, claro, lo que me da corte es no saber quién es la persona que me lo dice.
—Para esta entrevista ha tenido la gentileza de sacar a este patio el busto de su padre firmado por Damián Rodríguez Callejón [el autor del monumento al Lagarto de la Magdalena, entre otros] y el retrato que le pintó Francisco Cerezo. Dos piezas que certifican la destacada personalidad de don Victoriano a mediados del siglo XX. Por cierto, don victoriano fue profesor en la vieja Escuela de Artes y Oficios también, quizá de ahí le viene a usted su habilidad, esa vena creativa...
—Eso lo tenemos todos los hermanos. Mi padre tenía su tallercillo, aún conservo yo muchas herramientas. Me acuerdo de chiquitillo que tenía aquí las bancas del colegio y que los veranos eran para arreglarlas, mi padre con las herramientas y mi madre y Antonia [prima de don Victoriano Delgado Serrano y maestra del colegio junto con Carmen y Lola], con sus estropajos y la sosa cáustica limpiándolo todo, y a mí me gustaba verlo trabajar y a veces me pedía ayuda. Siempre me ha gustado, y a mis hermanos y hermanas igual.
—¿Qué recuerdo tiene de él, veinte años después de su muerte?
—Yo todavía lo veo algunas veces, en los sueños, y digo: "Aquí estaría mi padre ahora, siempre con sus herramientas, haciendo sus cosicas aquí, en la casa". Ya de mayor salía poco, todo el día aquí haciendo sus cosas. Y ahora, cuando me meto yo en el taller, pienso que ya me estoy acercando a la edad de mi padre. Una vez me dijo mi hermano: "Cada vez te pareces más a papá", y yo le pregunté: "Eso es bueno o es malo?".
—Una familia, la suya, muy involucrada en la historia contemporánea de la ciudad. ¿Usted se siente también muy jaenero?
—Hombre, claro.
—Saltando generaciones y superada la de su padre, hablar de su abuelo Julián Delgado Blasco es hablar de uno de los propietarios de aquella mítica pastelería que fue Las Colonias, popularmente "los rubios".
—Los rubios, sí.
—¿Siempre ha tenido conciencia de esa vinculación familiar?
—Sí, hasta hace poco ha habido aquí platos de Las Colonias.
—Pero esa habilidad, la destreza como repostero, no la heredó José Delgado Cecilia, ¿no? ¿O también es un crack haciendo dulces?
—¡No voy ni a comprarlos!, si me los traen a lo mejor me como alguno, pero no es lo mío ir a la confitería. Creo recordar que a mi tía Dulce sí le gustaba la repostería, y mi madre sí que hacía sus flanes, sus magdalenas, roscos de vino, mantecados...
—Dicen que en la trastienda de esa confitería se pusieron los cimientos del Real Jaén y de la Cofradía de la Buena Muerte...
—Pues no lo sabía.
—Y para jaenero, el nombre de este colegio, que nunca tuvo cartel, rótulo, placa. Hablando de placas, algún movimiento ha habido para que este centro tuviese un recuerdo oficial, un reconocimiento.
—A mí me lo han comentado, muchos alumnos sí sé que llevan tiempo queriendo hacer algo, incluso en las redes sociales (que yo no las manejo) Godino [Juan José] y otros están siempre con ese tema. Hace unos años, cuando pusieron calles nuevas en Jaén y un listado para que la gente dijera a quién dedicárselas, mi hermano mayor promovió que le pusieran una a mi padre, hasta se creó una asociación de antiguos alumnos del colegio de Nuestro Padre Jesús, pero la cosa se quedó ahí.
—¿Qué será de esta casa, de este patio tan vivido, que evoca un nostálgico verso de Juan Ramón Jiménez?
—Yo creo que la venderán y ya está, mis hijos viven fuera y cuando nosotros seamos más mayores, tendremos que irnos a otro lado.
—¿Han vuelto a este patio esos antiguos alumnos? ¿Ha sido alguna vez escenario del reencuentro?
—No.
—Y si se lo proponen...
—Yo no tendría problema, an querido hacerlo algunas veces y yo les he dicho que tengo sillas y mesas para todos, una barbacoa o lo que quieran.
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