"Quiero hacer una fundación para ofrecer mi obra al pueblo de Jaén"
Es tan, tan jiennense que hasta su físico responde al que Sebastián de Solís, allá por el siglo XVI, reproducía en sus tallas. Manuel Kayser (Jaén, 1946) transmite la misma serenidad cuando habla que cuando calla, y entrar en su futura casa-museo, en pleno barrio de la Merced, es acceder al mundo personal de un pintor admirado y reconocido que, sin embargo, destila sencillez de eso mismo, de grande. A punto de cumplir cincuenta años de carrera, habla para este periódico de lo humano y de lo divino, que ambas naturalezas confluyen en su propuesta artística, y de su sueño de crear una fundación que ponga su pintura al alcance de todas las miradas.
—Decía Rilke que la infancia es la única patria del hombre. En su caso, esa patria tiene un escenario constante a lo largo de su vida, el barrio de la Merced. ¿Cómo fue su niñez y cómo la vivió en el casco antiguo jiennense, donde continúa residiendo?
—Yo recuerdo de pequeño estar jugando en la calle Joaquín Costa, donde nací, y como había mucha miseria por la parte del Castillo, incluso cuevas en las que vivía gente, bajaban los niños desde esa zona; a nosotros, que estábamos tomando a lo mejor pan aceite, algunas veces nos lo quitaban; había hambre. Era una zona un poco deprimida esta, sobre todo la parte que estaba fuera de la plaza.
—Y en su casa, ¿vivían holgadamente en aquella época tan próxima a la posguerra y sus estragos?
—Sí, mi padre trabajaba en Calzados Cubero, tenía un sueldo fijo, y eso pese a que éramos muchos hermanos. Entonces el objetivo era trabajar en cuanto tenías catorce años, es lo que entonces funcionaba, de hecho yo empecé a trabajar antes de esa edad, tres meses antes de cumplirlos, en Calzados Garach. Ahí estuve hasta que decidí irme.
—Irse... Pero para volver siempre a esta plaza, a este barrio, a esta parte de la ciudad de la que usted mismo forma ya parte insustituible, como una estatua futura.
—La verdad es que me he movido en un espacio muy pequeño. Nací en la calle Joaquín Costa y a los once años me fui a dibujar con don Enrique Baños, que vivía aquí, en Almendros Aguilar y era profesor de la Escuela de Arte. En aquel entonces se hacían trueques, yo te hago los recados y tú me enseñas a dibujar, en ese plan entré. Fausto Olivares también había estado con él, eso era constumbre. Creo que Fausto se fue a estudiar y una vecina mía me dijo que don Enrique Barrios necesitaba un chaval, que fui yo. Al ser él profesor de la escuela, me sacó la matrícula y ya empecé a formarme para la escuela de ingreso, que eran unas pruebas muy duras.
—Es decir, que con once años de vida ya le hacía usted los recados a un profesor a cambio de que este le enseñara a pintar. Su vocación fue muy temprana, entonces...
—Sí, ya desde el colegio. Recuerdo que los sábados se comentaban los Evangelios y me sacaban a mí para dibujar en la pizarra las escenas. Es de siempre, una vocación muy fuerte, no sé por qué. En mi familia ha habido una rama por parte de mi padre que se ha interesado por la cultura artística, pero sobre todo por el teatro, y también hubo un tío mío, hermano de mi padre, que hizo cine; se llamaba como yo. Esa es la rama artística. De hecho, por esa misma línea, después, nos encontramos con Carmelo [se refiere a su primo, el desaparecido pintor Carmelo Palomino Kayser]. Incluso, ahora, Rafael, su hermano, también está haciendo sus pinitos.
—Ya en aquella época alternaría con los pintores de la tierra, ¿verdad?
—Cuando yo empecé, los más jóvenes siempre nos juntábamos en un grupillo y nos íbamos a pintar, sobre todo por las cercanías. Ahí estaban Manolo Salas, Luis Flores... El propio Carmelo Palomino empezó pintando conmigo también; de hecho, sus primeros pinitos tienen que ver con mis mismos temas, tejados y cosas de estas.
—¿Y el paso definitivo, la decisión de estudiar Bellas Artes, cuándo, cómo llegó?
—A los veinte años decidí dejar la zapatería, me fui a estudiar. Yo me formé en la Escuela de Artes y Oficios, que ha tenido un papel importantísimo en Jaén, y en ese centro siempre surgían grupos de personas que se iban unos a Madrid, otros a Valencia. Sobre todo a Valencia, porque allí había un profesor, Francisco Baños, que era un magnífico pintor y amante de todo lo de Jaén; ayudaba mucho a la gente de Jaén que iba allí, en todos los sentidos, era una persona con una capacidad humana impresionante, que no se le ha hecho justicia todavía.
—Francisco Baños, un artista que ha dejado mucha obra en la provincia jiennense...
—Nada más que pensando en el mural, es el mejor muralista que ha habido en toda la historia de Jaén.
—Fue importante para usted como docente y como ser humano, está claro.
—Sí, me fui con él y aprobé el ingreso, que era muy fuerte, había que ir sabiendo ya dibujar. Ese año que estuve allí (preparatorio se llamaba) me formé a nivel de dibujo clásico, pero yo tenía cierta reticencia porque pensaba que Baños me iba a influenciar sobre todo en el aspecto estructural, era muy distinto a lo que yo había dibujado.
—¿Y pasó, terminó influenciándolo como pintor?
—Al final sí, me caló [dice con la memoria de su maestro en la sonrisa]. Cómo comunicaba, cómo enseñaba, el tratamiento de los volúmenes... Era muy bueno, muy trabajador, el primero que estaba al pie del cañón; esto es otra cosa que habría que replantear en la Universidad, en las Bellas Artes.
—¿Otros maestros que lo hayan marcado?
—No sé. Barrios fue muy importante, y Baños muchísimo, por lo que tiene de profesional y de humano y de trabajador, casi no destaco a ninguno más. Podría destacar a muchos pintores que están en la historia del arte, pero no. ¿La razon?: porque no los he visto trabajadores, esa es la única, para ser sincero. O sea, que yo puedo decir que soy autodidacta habiendo pasado por Bellas Artes, porque no se puede tener ahí a un señor que te diga: —'Bueno no lo lleva usted mal'. Hubo uno que me dijo eso en todo el curso.
—¿Qué recuerdos tiene de aquella Valencia de los 60?
—En aquel entonces estaba muy parada, era una ciudad que no tenía nada que ver con lo que es ahora, muy tradicional, apenas si había galerías, solamente una, San Vicente, y aquello me aburrió un poco.
—Y cambió la capital del Turia por la de España...
—Yo creo que El Prado fue lo que hizo que me fuera a Madrid. Y, efectivamente, eso me cambió radicalmente, ya no era solo la Escuela de San Fernando, sino todo lo que había alrededor, podías encontrar de todo, y principalmente el Museo del Prado, en el Madrid de finales de los 60. Para una persona que está empezando, los grandes maestros son algo impresionante, fue mi segunda escuela.
—Alberti cuenta en sus memorias, incluso lo escribió en verso, la impresión que le causó la pinacoteca madrileña cuando se trasladó a Madrid, el tiempo que pasó en sus salas admirando y pintando. ¿Se parece su historia a la del poeta-pintor portuense?
—Yo pasé allí muchas horas, muchos días mirando, analizando, observando cada obra.
—Y la docencia, ¿ha sido su otra vocación? ¿Cómo, cuándo se dio cuenta de que su sitio estaba en las aulas?
—Cuando terminé los estudios me fui a Alcaudete a dar clases y no me interesó demasiado la enseñanza, dije que no. Coincidía en aquel entonces que ya había hecho una exposición individual en Granada con mucha suerte de ventas, de prensa y de todo. Y dije que no. Conseguí muchos premios y estuve tres años diciéndole que no al director del instituto.
—¡Quién lo diría, con su trayectoria como profesor!
—No, no, tenía una vocación muy fuerte como pintor, y quizá la inexperiencia también del primer año. Pero ese año allí, en Alcaudete, me dejó muy contento, se hicieron muchas cosas, era un centro donde no se había dibujado casi, y la gente se volcó. Yo tengo trabajos de mis alumnos de esa época y son impresionantes, se consiguieron tres premios en aquel entonces. Pero yo quería pintar.
—Lo tenía claro...
—Recién terminada la carrera te preguntas una cantidad de cosas, sobre todo cuál va a ser tu papel como pintor, como profesional, cuál va a ser tu aportación.
—Pero, al final, profesor, y toda una vida.
—Pasó el tiempo y el equipo directivo de la Escuela de Arte de Jaén me propuso para dar un curso especial, y dije que sí, porque yo me había formado ahí. Además se trataba de transmitir mi profesión, no de preparar clases, era como continuar con mi estudio allí, y estuve muchísimos años. Luego se convocaron las oposiciones, salió una plaza para Jaén como profesor de término, equivalente a cátedra, y tuve la suerte de sacarla.
—Ha hablado usted, unas líneas más arriba, del profesorado que le tocó en suerte, y excepto las excepciones citadas parece que no tiene muy buen recuerdo de algunos docentes. ¿Cómo afrontó su nuevo rol? ¿Qué tipo de profesor quiso ser?
—Yo enfoqué las clases intentando sacar a la gente que tuviera interés y enseñarla en el terreno profesional. De hecho, mucha gente que está pintando y que ha hecho Bellas Artes incluso con muchas dificultades, de ir y venir a Granada todos los días, se han hecho muchas licenciaturas ahí. Y yo encantado; además tenía libertad plena, iba a pintar con los alumnos al campo, totalmente libre.
—Tiene buen recuerdo de sus alumnos...
—Tengo que dar gracias a Dios porque he tenido muchísima suerte en eso, con unos alumnos muy trabajadores y muy buenos, impresionante. Al final, la publicacion de ese libro [Manuel Kayser, Pintor del Silencio] fue una idea exclusivamente de ellos, yo no he intervenido para nada; lo escribió una alumna, Teresa Ortega, y alumno mío fue también el que lo diseñó, Antonio Blanca; además se movieron para que lo editaran bien, que no hubiera muchos sellicos, sino que fuera la Universidad; todo eso lo hicieron ellos. He sido una persona muy afortunada, y ahora mis alumnos son ya mis amigos.
—¡Debe de ser una gran satisfacción para usted contar con su aprecio!
—Una maravilla. El otro día recibí una carta de una alumna de hace ya treinta años diciéndome la importancia que tuve para ella. Soy una persona muy afortunada.
Esta entrevista tiene lugar en el centro mismo del universo artístico de Manuel Kayser, su estudio, tras los balcones de un soberbio inmueble centenario de la Plaza de la Merced, esquina con Almendros Aguilar. Copado de cuadros de sus diferentes etapas creativas, entre todos ellos destaca uno al óleo, colocado sobre el caballete, en pleno proceso de alumbramiento: "Es el Zumel, la sierra en un atardecer vista desde la casa", dice el artista, que aguarda la llegada de la luz que necesita, de los colores, de los matices... Cuando los vea, retomará el cuadro.
—A las puertas de su cincuentenario artístico, ¿por qué cree que se hizo pintor?
—Verdaderamente para mí la pintura ha sido una vocación, no sé por qué me vino, lo digo sinceramente, pero la pintura me eligió.
—Es muy hermoso eso que dice. Pero no todo habrá sido un camino de rosas...
—Yo me fui a estudiar porque me concedieron una beca del Patronato de Igualdad de Oportunidades, y aunque era escasa tenía una seguridad ahí; también tuve la valentía de dejar Calzados Garach, porque tenía mi sueldo. Otros no tuvieron valentía y se quedaron aquí; yo me fui, a pesar de que, solamente con la beca del patronato, tuve que trabajar también en lo que me salía. Hice mi carrera de Bellas Artes bien, con buenas notas, y conseguí también la beca de paisaje. En fin...
—En estos momentos prepara una exposición retrospectiva con motivo de sus cincuenta años en la pintura, que espera mostrar el año que viene. ¿Qué encontrarán quienes no se la pierdan?
—Sí, y la dividiré en doce etapas distintas. Toda esa línea, mi vida hasta que terminé la carrera la voy a tocar también en esta exposición como homenaje a un recorrido por la pintura que se hacía en Jaén, de la que yo me empapé. A esa parte la llamaré 'Ecos del pasado' y va a servir un poco como homenaje a estos pintores que formaron mi educación. A partir del 73 empieza otra fase, cambio mi forma de hacer, intento situarme frente a las preguntas que te haces: —"¿Tú, como pintor profesional, qué vas a aportar, qué quieres decir?".
—¿Qué se respondió usted?
—Indagué, me planteé esas cuestiones muy seriamente y llegué a la conclusión de que mi pintura tenía que unirme a esa gente que de alguna manera trabaja por conseguir un mundo más en paz, más sereno, más espiritual, en ese terreno quise moverme. Leía a San Juan de la Cruz o místicos así, y ese es el camino que fui creando poco a poco, vi resultados y llegué a la conclusión de que verdaderamente lo que me interesa es eso, la única razon, transmitir ese mundo de paz sobre todo, es mi aportacion frente a este mundo tremendo en el que estamos hartos de ver el comportamiento humano. Esa es la única razón por la que pinto; si no, colgaría los pinceles.
—¿Qué papel juega el paisaje jiennense en su obra?
—Jaén ha tenido siempre una trayectoria en el paisaje, será por el paisaje en sí, que es muy bonito. Cuando yo empecé a pintar, en Jaén teníamos exposiciones magníficas en La Económica, con Rufino Martos, Serrano Cuesta, Juan Hidalgo, Pepe Cortés, José de Horna... Estos hacían paisaje sobre todo, y no quiero omitir a Francisco Cerezo, que era, como se puede decir, la imagen del pintor romántico, o al menos eso nos parecía a nosotros, a los jóvenes, había que ser como Cerezo, esa era la referencia un poco, por la austeridad, porque pintaba muy bien sobre todo, por esa entrega total a la pintura.
—De usted se dice que es uno de los grandes paisajistas de la pintura de aquí...
—Bueno, siempre me he identificado con él. Cuando contemplo el paisaje, todo tiene una significación más divina que otra cosa. Creo que hay un origen divino en la creación, y todo eso está plasmado en mi obra. Yo contemplo un paisaje y admiro la belleza que pueda haber, lo grande y lo chico.
—¿En la campiña, por ejemplo?
—La campiña fue para mí muy importante, porque esa cantidad de horas que me he tirado, con el caballete en el campo, en esa contemplación, en esos espacios abiertos en las distintas estaciones del año. Ocho años estuve pintando, leyendo, paseando en una campiña que no estaba como ahora, entonces era solo cereales; ahora, al hacer la concentración parcelaria para el riego, ha cambiado muchísimo. Esa etapa la voy a llamar 'La campiña en cuerpo y alma' en la exposición.
—¿Qué ha aportado la campiña a su obra, hasta el punto de convertirse en una de sus propuestas características?
—La campiña te da austeridad, es difícil pintarla pero es un tema que en sí mismo invita más a meditar que un paisaje de pinos, por poner un ejemplo. Te lleva a ese silencio. Hay una voluntad divina en todas estas cosas. Y la campiña fue para mi muy importante, porque esa cantidad de horas que me he tirado, con el caballete en el campo, en esa contemplación, en esos espacios abiertos en las distintas estaciones del año.
—La naturaleza, una de sus grandes 'musas'.
—Sí. La naturaleza teníamos que mimarla, somos los más ignorantes del mundo, nos la estamos cargando pero así, de una manera tremenda, y en ese sentido los poderes públicos tenían que tomárselo muy en serio, porque no hay derecho a lo que se está haciendo, es tristísimo. Sorprende los poquitos pájaros que están quedando, yo me quedé muy sorprendido cuando estuve en Segura de la Sierra con Juan Martos, y cuando llegué allí lo que vi fue un grajo nada más. Ya te ponen los olivos a una cuarta, a ver si la explotan más, a base de alimentos extraños, no naturales.
—Sabe bien de lo que habla, porque además de pintor y profesor, es agricultor. ¿Se preocupa personalmente de que en su finca no ocurra lo que critica en su anterior respuesta?
—Hay un cuadro mío que tiene la Fundación Caja Rural al que yo llamo Jaramagos entre olivos, pero que estuve a punto de ponerle Nosotros no usamos pesticidas [sonríe a carcajada limpia]. Esto es un círculo vicioso: si empiezas a desbrozar, das muchas más peonadas, pero si coges un pesticida sale más barato. En mi campo se desbroza. Y además es que hay un montón de animalillos que no vemos y están ahí. Nos los cargamos, es una pena. La avaricia, que es lo peor.
—Volviendo a la pintura, en toda su producción resulta evidente que la obra de Manuel Kayser es de todo menos realista, incluso en sus celebrados y personalísimos retratos.
—A mí el realismo no me ha interesado nunca, ni en mi etapa de formación. Prefiero pasar al mundo de la comunicación interior.
—¿Y la abstracción?
—Tampoco me interesa, aunque sí me gusta verla. En esto hay más plagio que en la figuración; pero cuando hay un pintorazo te descubres, sea lo que sea, una instalación misma.
—No hay más que pisar su casa para darse cuenta de que en sus paredes cuelga una de las mejores colecciones de pintura jiennense (y no jiennense). Y también de que sería un espacio perfecto para un museo. ¿Le ronda la idea de crear una suerte de fundación que incluya todos estos fondos artísticos?
—Por el hecho de no haber tenido que vivir de la pintura y ser una persona a la que no le ha interesado ser muy negociante, tengo mucha obra, una cantidad importante. Lo que estoy haciendo es catalogarla, no quiero que se disperse. Cuando me entero de que alguien compra una colección por temas de herencia y que la gente que no tiene sensibilidad ni capacidad para ver (ni espacio) la vende, me da algo. Mi obra no sale de aquí, que todos mis hijos dispongan de ella, pero quiero ofrecerla al pueblo de Jaén, que la gente que quiera venir a verla la vea.
—¿Le ha puesto fecha ya a ese proyecto?
—Todavía no, pero sí me gustaria verlo realizado. Cerezo, qué suerte tuvo de ver su museo; pero esto es más sencillo, ni museo ni nada: 'Manuel kayser, horario de visita...' [ríe, divertido].
—Sería un buen revulsivo para el casco antiguo que tanto ama, ¿no cree?
—Eso es una pena. La calle Almendros Aguilar creo que el 50 por ciento de las casas están vacías, y lo mismo si te vas por Joaquín Costa, por Obispo Arquellada... Toda esta zona ya huele nada más que a porro, estás paseando y como te pares, te colocas. Se está convirtiendo en una zona no conflictiva, pero... Aparte de eso no hay preocupación por parte del Ayuntamiento en que por lo menos se mantengan algo limpias las fachadas, es que es tremendo.
—¿No prima el civismo, quiere decir?
—¿Educacion?, regular. Por aquí, ahora el Ayuntamiento está haciendo un esfuerzo de poner y quitar los contenedores, a lo mejor está a veinte pasos y está la bolsa en el suelo. También es verdad que hay muchos perros, muchas mascotas, y muchas veces sus dueños son gente mayor que está sola y no se puede ni agachar.
—Pero no se iría de aquí ni aunque lo echaran...
—No, no, no me iré de aquí. Me pude quedar en Madrid y no quise. Era una ciudad inhóspita, veía tantos mendigos allí y me preguntaba cómo viviría esta gente, eso me afectó mucho.
Fotografías y vídeo: Esperanza Calzado.
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