Ramón Espantaleón, una calle para un insigne y polifacético jaenero
Desde finales de los años 70 una vía urbana rinde homenaje cotidiano al ilustre farmacéutico y arqueólogo en pleno barrio de Santa Isabel de la capital jiennense
En la calle Álamos, el 14 de diciembre de 1880, vio la luz Ramón Espantaleón Molina, ilustre personaje a quien hoy Lacontradejaén devuelve a la actualidad de la mano de esa otra calle que le rinde tributo diario en pleno barrio de Santa Isabel.
La calle del ambulatorio, para el vecindario, cuyo trasiego cotidiano a por recetas, camino de un buen chocolate con churros o para echar la Bonoloto marca su costumbre.
Vía urbana en la que se ubica igualmente la sede de la asociación vecinal, con su patio entrañable que es, también, una suerte de sucursal del Castillo de Santa Catalina en plenas fiestas de la patrona cuando, a cielo abierto, las sardinas asadas y demás viandas ahorran al personal el penoso desplazamiento hacia un cerro que, además, forma parte del paisaje habitual de la zona.
Dedicada a don Ramón a finales de los años 70 del pasado siglo XX (consultadas las actas municipales, ha sido imposible localizar la que oficializa la concesión), durante prácticamente una década respondió, no obstante, al nombre de todo un apóstol, San Pablo (repetido en otro punto de la ciudad), antes de evocar al insigne farmacéutico, arqueólogo, alcalde de la ciudad, profesor, botánico, pionero del turismo en la provincia, consejero del Instituto de Estudios Giennenses, académico de la Historia o filántropo fallecido en 1970 y cuyos restos mortales descansan en su panteón del primer tramo del cementerio de San Fernando, el 'nuevo' de toda la vida.
Antes de ese cambio de denominación, mucho antes, la historia de esta calle en cuestión se remonta al viejo ejido medieval que, andando los siglos, daría lugar al barrio en honor de la santa reina de Portugal y que, a mediados ya de la década de los 60, vería nacer las casas que desde entonces sostienen los rótulos, de esquina a esquina, que rememoran al sabio jaenés.
Años en los que un buen número de familias herederas únicamente de la miseria repartida por la posguerra aspiró a la oportunidad de recibir, por sorteo, los terrenos que luego terminarían convertidos, no sin esfuerzo, en sus propios y, para muchos, definitivos hogares.
¿Pero quién fue este prohombre de sonoro apellido cuya gracia pasa de boca en boca, cada día, inevitablemente unida a los residentes en el barrio?
Hijo del prestigioso abogado ubetense Antonio Espantaleón Carrillo y de Jacinta Molina Molina, el futuro profesional del primogénito del matrimonio no estaría en los bufetes, sino en las reboticas.
Una elección en la que tuvo mucho que ver su tío político y padrino de bautismo, Ramón de la Higuera, quien estaría muy cerca del devenir del protagonista de este reportaje cuando, en 1889, a la muerte de don Antonio, un todavía niño Ramón, con tan solo nueve años de edad, mantuvo sus primeros contactos con los ambientes farmacéuticos.
De la Higuera, propietario ya de la a la sazón conocida como la farmacia más moderna de la ciudad (situada en plena Carrera de Isabel II, después Bernabé Soriano), daba por entonces cobijo al germen de los ambiciosos horizontes que, más tarde, convertirían a Espantaleón Molina en un referente en su ramo.
Así, tras cursar el Bachillerato en la capital del Santo Reino, se licenciaría en Filosofía y Letras en Granada en 1902, carrera a cuyo término se trasladó a la villa y corte para empezar los estudios de Farmacia.
Una vez licenciado, los viajes por diversos países de Europa a fin de completar su formación y mantenerse al día en cuanto a las innovaciones más punteras de la industria farmacéutica internacional se refiere, serían una constante que tendría reflejo en su propio establecimiento, primero en el número 7 de la mencionada calle Álamos, y posteriormente en el 10, junto a la entrada al Mercado de San Francisco, donde aún sigue abierta ya en manos de otros boticarios pero con reverencial respeto, por ejemplo, incluso en el mobiliario original.
No en balde, la mesa que actualmente sirve de mostrador es la misma que Espantaleón encargó para aquella innovadora farmacia inaugurada en 1906.¡Vamos, que supera con creces el siglo y ahí sigue la mesita, cumpliendo su función!
Inquieto e incansable, Ramón Espantaleón compaginaba trabajo (entre fórmulas y recetas) con la docencia, inicialmente en el viejo instituto de la calle Compañía (hoy Conservatorio de Música) y luego en el célebre colegio de San Agustín, instituciones en las que impartió clases de Lengua, Literatura, Retórica y Poética, sustentadas en la vasta cultura que atesoraba.
Nuevos viajes por Europa enriquecían su acervo a la vez que lo mantenían a la última en tecnología farmacéutica, hasta el punto de hacer de su botica todo un ejemplo de farmacia industrial, frente al concepto imperante en aquel momento, menos eficaz y condenado a la desaparición.
Tanta calidad imprimió a su quehacer (su trabajo mereció muchas y trascendentales distinciones, entre ellas la encomienda de Alfonso X el Sabio) que en tiempos de la Primera Guerra Mundial, aquel pequeño local de una calle del casco histórico de una ciudad sin demasiado brillo se transformó en un importante dispensador de medicinas para aliviar las heridas de las tropas que tomaban parte en un acontecimiento bélico de alcance internacional.
Ahí está la popular Narsa, eficacísima (cuentan las crónicas) contra la sarna y obra de don Ramón muy demandada durante la campaña africana o en la posterior Guerra Civil española.
La trayectoria de Espantaleón, honrada y amplia como su propia vida, dio para mucho, y los cargos en el ámbito farmacéutico lo 'escogieron' como el mejor de los candidatos a lo largo de su existencia.
Subdelegado de Farmacia, secretario de la Comisión Sanitaria Provincial, inspector farmacéutico municipal, jefe provincial de los Servicios Farmacéuticos hasta su jubilación (que debió asumir a los setenta años de edad pero que, a petición propia, le llegaría cuando pasaba ya de los ochenta), tesorero de la Junta Provincial de Sanidad, secretario de la del Patronato de Protección Infantil y un largo etcétera de responsabilidades en las que se volcó y que agrandaron el aprecio del que siempre gozó por parte de la población jiennense.
Casado con Amalia Jubes de Robles y Elola Barrenechea (heredera de la baronía gallega de Casa Goda) desde 1911 (según consta en el archivo de la parroquia de San Ildefonso) y padre de familia numerosa, el amor que profesaba a su patria chica lo llevó, incluso, a los escaños del viejo Ayuntamiento, donde primero como concejal, durante unos meses como alcalde y posteriormente (ya en el palacio de la Plaza de San Francisco) como diputado provincial, luchó en primera línea por su tierra.
Precisamente a la cabeza del Concejo municipal dio rienda suelta a otra de sus grandes capacidades, la arqueología.
Sí, Jaén le debe mucho a Ramón Espantaleón en la preservación y recuperación de su legado patrimonial, con ejemplos tan claros como la portada del antiguo pósito, cuya cesión gestionó con el propietario del inmueble hasta eternizarla en el nuevo Museo Provincial, institución que impulsó denodadamente y bastantes de cuyas piezas deben su supervivencia al trabajo de Espantaleón como miembro de la Junta de Salvamento del Tesoro Artístico, en los difíciles años de la contienda civil.
Sin olvidar, unos años antes, aquellas productivas excursiones de las que quedó constancia en las páginas de Don Lope de Sosa (cuyo práctico índice confeccionó), sus irrepetibles fotografías y sus argumentos como tertuliano de casinillos tan memorables como el 4x6=24=6x4, el mítico Portalillo de la Plaza de Santa María.
Todo eso (y lo que no cabe en este reportaje) lo resume y lo proclama a los cuatro vientos el pequeño rótulo azul de la calle Ramón Espantaleón.
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