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Lo lynchiano

Por Pablo Díaz Tena - Enero 26, 2025
Lo lynchiano
David Lynch, en una imagen de elDiario.es.

Ningún creador ha sabido captar esa zona gris, que fluctúa entre el sueño y la vigilia, entre lo material y lo etéreo

Tras el fallecimiento de David Lynch, uno de los directores más singulares de la historia —quizás el que más—, interminables elegías se suceden entre la alabanza y la descripción del artista. Como para mí, ambas perspectivas son estériles y oportunistas —una por redundante y otra por impúdica—, he preferido optar por un enfoque distinto e imposible. Pero como homenaje póstumo, qué mejor intento que tratar de encontrar las claves "del material con el que se forjan las pesadillas" (contradiciendo a Shakespeare), como el director estadounidense hizo durante toda su filmografía. Nada más propio de él que bucear en las profundidades abisales de lo (ir)real. Y eso me propongo, atrapar esa sustancia esquiva de la pesadilla. O dicho de manera más clara, definir lo que significa lynchiano.

Empecemos por lo básico, en la obra de Lynch es sencillo encontrar elementos transversales. Desde Cabeza Borradora hasta Carretera Perdida hay constantes a las que podemos asirnos en esta particular odisea. Aquí van unos cuantos; la puesta en escena perturbadora, donde reina una especie de quietud tormentosa; la música, a veces compuesta por él y otras por Badalamenti, puro sueño materializado en partitura; el espacio —ya sea una habitación o una carretera— como receptáculo onírico que comprime a sus personajes; la iluminación, que fluctúa entre lo espectral y lo sucio... Estas son solo algunas pinceladas a nivel técnico; pasando a un nivel conceptual, la lista de claves compartidas en su cine también es inagotable.

Pocos creadores hay que partiendo de lugares comunes, como en Terciopelo Azul, sean capaces de dinamitar, ampliar y extrañar el lenguaje para a la postre difuminar géneros. O como en la ya citada Inland Empire, de refundar la narrativa cinematográfica con un surrealismo críptico, sin referente, sin metáfora. Ya decía el crítico Jordi Costa a raíz de está película: “Lynch cumple, finalmente, el sueño de los surrealistas: lograr que el inconsciente doblegue de una vez por todas a la narrativa convencional”.

Lynch no hacía un género o estilo de cine en particular, él era el estilo. También es un director que, como Picasso, demuestra que si transgrede los límites del lenguaje es porque los conoce todos, como hizo en Una historia verdadera, obra maestra cándida y humanista, de porte clásico, donde dio un bofetón incurable a todos aquellos críticos, académicos y academicistas que decían aquello tan rancio y purista de: "Este solo es un modernito que no sabe hacer cine de verdad”. En síntesis, podríamos escribir ríos de tinta sobre la forma y el fondo lynchiano. Pero ahora necesito descansar, fumarme un cigarro y meditar trascendentalmente para ir al meollo de la cuestión. Qué es lo lynchiano para mí.

Quizás solo desde la más absoluta subjetividad se puede definir la esencia lynchiana. Su filmografía, lejos de proponer una intelectualizada mirada, busca más una conexión sensorial. Es algo que sentimos pero jamás vemos, un ente inmaterial del que sabemos su existencia sin poder probarla. Un nexo con nuestros miedos, traumas y pesadillas que aún siendo compartidas por todos —de ahí radica la universalidad de su lenguaje— cada espectador llega por su propio camino. Para mí, la esencia de su obra no se aleja tanto de algo que estuvo haciendo en sus últimos años: dar cada mañana el parte meteorológico. Nada más rutinario y familiar que ver el tiempo. Pero hay algo extraño en su mirada, algo inefable que se esconde soterrado bajo capas de normalidad. Eso es para mí “lo lynchiano”.

Ese sustrato indefinible, escurridizo y terrorífico que anida tras la (aparente) solidez de lo cotidiano. Ningún creador ha sabido captar esa zona gris, que fluctúa entre el sueño y la vigilia, entre lo material y lo etéreo, como él. Ya sea sugerido como en Twin Peaks o más explícito en Mulholland Drive, hay otro universo inmerso dentro del nuestro; uno plagado de miedos calcificados, pretéritos e indefinibles. Cada uno tenemos una representación distinta de estos horrores, aunque no seamos capaces de explicarlos o precisamente por ello. Porque en todos reside, anclado en las entrañas, un territorio sombrío, un (no) espacio del que no se puede ir o venir, sino que líquido y mutable, puede invadir a su antojo todos los compartimentos de nuestra realidad.

Ese territorio está bajo el jardín de una casa cualquiera de Terciopelo azul; en una habitación donde una familia modélica con cabeza de conejo realiza sus quehaceres en Inland Empire; bajo la belleza calma de un pueblo norteamericano promedio en Twin Peaks o incluso en el motel igualmente anodino de Corazón Salvaje. Hay un plano escondido tras cada plano en el cine de Lynch. Una densidad, bella, tenebrosa, salvaje y primigenia. Una contradicción con el peso de la certeza.

Sabiendo que he fracasado y que podría escribir cien páginas más tratando de explicar lo que hace que Lynch sea Lynch, sin ningún resultado medianamente satisfactorio: un consejo para acercarse al genio inimitable. Al contrario de lo que he intentado, no buscad lo lynchiano. Cuando menos lo esperen, ello os encontrará a ustedes. Y cuando lo haga, que tengan suerte.

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