La imposible (y auténtica) nostalgia belmoralense de 'Pere' Fernández

Fuera de su pueblo natal desde que tenía tres años, este enamorado del volante y apasionado del manillar lleva a gala ser hijo de Bélmez de la Moraleda
Lleva tantos, pero tantos años lejos del lugar donde vio la luz primera que hasta su nombre suena a lejanía y, aunque en su partida de nacimiento sea Pedro Fernández Rus (Bélmez de la Moraleda, 1955), fuera de los límites de su hogar es Pere: "En mi casa se habla el castellano, y de la puerta para afuera el valenciano, porque ha sido mi trabajo", aclara.
Y es que se fue (o se lo llevaron, mejor dicho) tan pequeño que la nostalgia de la patria chica, para él, es un imposible que, sin embargo, ni un solo día de su vida ha dejado de acompañarle: "¡Llámame Pedro!", exclama desde el otro lado del teléfono.
Hijo de muleros y menor de seis hermanos, no levantaba un palmo del suelo cuando cambió el mar de olivos por la huerta valenciana, adonde el mayor de la casa se fue huyendo de las fatigas del campo y en busca de una vida mejor. "Al segundo también le picaba, teníamos familia en Barcelona y mi padre, para que la familia no se dispersara, se calló pero compró una casa en Cocentaina", en la provincia de Alicante, recuerda Pedro, y apostilla: "Eso le costó la vida".
¿Que por qué? Él mismo lo explica: "Se iba varios meses a Bélmez a sus tierras, a segar, y cogió una neumonía", que en aquellos años era como contagiarse de la mismísima muerte. ¡Tan enamorado estaba el patriarca de su pueblo que no se deshizo de aquellos terrenos, en una suerte de abrazo íntimo al terruño, a la raíz! Siete años, tan solo, tenía Fernández Rus cuando lo perdió, pero de aquellas tierras de su progenitor hace nada y menos que se desprendieron.
Desde entonces le tocó ganar el pan con el sudor de su frente, por mucho que su voz fuese, todavía, la de un pequeñuelo: "Estoy trabajando desde los nueve años; al quedarse mi madre viuda, me tuve que echar para adelante", comenta, y añade:
"Al salir de la escuela me iba a una panadería a repartir cocas, ensaimadas y esparteros por dos duros a la semana y la merienda y dos barras de pan diarias. Luego fui cobrador de una empresa de autobuses, con trece años, y así hasta que me saqué el carné y pude entrar en 'Conselleria', treinta y ocho años con una ambulancia del Samur". Se dice pronto.
Menos mal que el volante (y el manillar) son lo suyo, los disfruta más que un crío con un juguete (o un móvil) nuevo, y ni la edad lo echa para atrás, en absoluto: "Soy motero de pro, antes de salir beso la moto, la acaricio, y cuando la guardo le doy las gracias". ¿Hará lo mismo con la autocaravana en la que, junto con su esposa, no paran quietos?
Una mujer (Basilia) a la que, por cierto y como si la provincia alicantina no fuera grande, conoció en Alcoy, pero más de Bélmez que las caras. Con ella formó su familia y tuvo a su única hija, natural de allí aunque se autoconfiese de acá: "Yo soy de Bélmez", pone Pedro en boca de su nena, que les ha dado una nieta que les llena la vida y que conoce ya, y bien, Las Cabritas, la antigua finca de la familia a medio camino entre Bélmez y Huelma.
¿Cómo se puede querer tanto una tierra que quedó atrás hace tantísimo tiempo, sin recuerdos siquiera de aquella niñez breve a la vera del Gargantón? Pues la quiere, vaya que sí. Lo dicho, una nostalgia imposible, ¡pero tan auténtica!

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