DEL SANTO REINO A LA SANTA SEDE
A día de hoy, varios hijos del mar de olivos forman parte de lo que, hasta su abolición en tiempos de Pablo VI, fue conocido como la familia pontificia. Una selecta nómina universal en la que más de un jaenés pone los variados acentos de la provincia cerca del oído de Francisco I
Como todo ser humano (y Su Santidad lo es, mientras no se demuestre lo contrario), el Sumo Pontífice católico tiene su propia familia, pero en lo que no se le puede comparar con el resto de los mortales es en el número de estas: tres, nada más y nada menos.
¿Que no? La que le corre por las venas, la mismísima Iglesia (de la que es patriarca) y eso que durante siglos se dio en llamar la familia pontificia.
Un nutrido grupo de eclesiásticos que, hasta su abolición por Pablo VI, gozó de una posición destacada cerca del Santo Padre y que a día de hoy, quizá con un carácter más honorífico que práctico, siguen disfrutando de ciertos privilegios.
Entre ellos el tratamiento, que permite colocar el sonoro título de monseñor delante del nombre del distinguido en cuestión; o elementos de su indumentaria cargados de simbología que, una vez revestidos, los diferencia de los 'soldados rasos' de la Iglesia.
Miembros de la Curia, diplomáticos, protonotarios apostólicos, prelados de honor, capellanes de Su Santidad... Monseñores, en definitiva, que a este tratamiento honorífico añaden prebendas tales como poder ubicarse más cerca del Papa en caso de asistir a ceremonias o actos presididos por "el hombre vestido de blanco", que diría García Lorca:
"Prácticamente es una cuestión estética, que permite el uso de la sotana ‘filetata’ —con los ribetes, las costuras y la botonadura de color rubí— y un fajín ceñido a la cintura como el que usan los obispos”, aclara Francisco Juan Martínez Rojas, deán de las catedrales de la capital y de Baeza y que en su calidad de vicario general de la Diócesis (hasta pudo lucirlo y ser tratado como monseñor.
De calle, las diferencias entre cardenales, arzobispos, obispos, protonotarios, prelados de honor, capellanes de Su Santidad... son casi inapreciables si se exceptúa el uso de anillo episcopal y de cruz pectoral por parte de titulares y eméritos de diócesis.
Otra cosa son las ceremonias, en las que solo los protonotarios pueden emular al obispo en el uso del solideo — característico casquete para la cabeza—, rojo si se trata de un príncipe de la Iglesia y morado en el caso de los jefes diocesanos, así como tampoco están autorizados a calarse mitra. Por resumir, a los monseñores se los distingue por la vestidura talar y la faja que la ciñe, prácticamente los únicos distintivos visibles de su ajuar.
Con el cardenal Montini en la silla de San Pedro, la antigua costumbre de la Iglesia de conceder títulos nobiliarios, condecoraciones y prebendas de las que se beneficiaba un buen número de católicos de todo el mundo pasó a mejor vida y dejó en los huesos la conocida como corte pontificia.
Una forma de actuar que, cincuenta años después de la coronación de Pablo VI, Francisco I retomó con el objetivo de continuar mermando la lista de distinguidos.
O lo que es lo mismo, que el que fuera cardenal Bergoglio metió la tijera y puso cada vez más difícil eso de añadir al nombre del sacerdote en cuestión un tratamiento honorífico y dejó apenas un par de títulos disponibles, a la par que restringió las prelaturas de honor.
Tanto es así, que si se exceptúa a quienes ejercen su tarea en departamentos específicos, aquel que no acredite con su DNI que pasa de los sesenta y cinco años lo tiene más que complicado, si se tiene en cuenta que desde el año 2014 estos honores se reservan únicamente para los vicarios generales de las diócesis y que adquieren en el momento de su jubilación.
Para ellos y para los componentes del cuerpo diplomático del Vaticano, cuyos consejeros de Nunciatura sí son monseñores. Entre los ejemplos jiennenses, el presbítero de Mengíbar Fernando Chica Arellano (que en la fotografía que encabeza este reportaje estrecha la mano del Papa Francisco); prelado de honor de Su Santidad desde 2016, lo representa ante la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, o sea la FAO.
MONSEÑORES DE JAÉN
En la relación de monseñores jiennenses más recientes (figuras históricas haberlas haylas, como el protonotario Gutierre González Doncel, allá por los siglos XV y XVI) es posible rastrear una serie de nombres que, por méritos propios, visten la solemne 'filetata'.
La mayoría de ellos fueron reconocidos durante los pontificados de San Juan Pablo II y Benedicto XVI, a excepción del propio Fernando Chica, que recibió el nombramiento de manos del actual pontífice.
Así, seis siete sacerdotes de aquí cuentan con el nombramiento que, en tiempos pasados, los acreditaba como prelados domésticos de Su Santidad o camareros del Papa, viejas denominaciones que, finalmente, han dado lugar a la prelatura honorífica de los siglos XX y XXI.
Nacido en 1930, el chiclanero Domingo Muñoz León contó en vida con un currículo apabullante, participó en varias sesiones del Concilio Vaticano II y, hasta su muerte en 2021, fue considerado una auténtica autoridad sobre las Sagradas Escrituras.
Académico de la Real de Doctores de España, profesor, investigador del CSIC, escritor de abundante bibliografía..., es raro encontrar una fotografía de Muñoz revestido con el hermoso fajín. Aquello del Eclesiastés, que "cuanto más grande seas, más humilde debes ser".
Jesús Moreno Lorente, cazorleño, es otro de los monseñores del Santo Reino. Muchos años párroco de la basílica de San Ildefonso, a diferencia de Muñoz León su nombramiento tuvo que ver por su periodo en la Vicaría General de la Diócesis de Jaén:
"Una vez que dejan el cargo, pueden ser nombrados prelados de honor a petición del obispo siempre y cuando hayan cumplido los sesenta y cinco", apostilla Francisco Juan Martínez Rojas.
De ahí que el valdepeñero Félix Martínez Cabrera y el tosiriano Manuel Bueno Ortega también vistan prendas propias de un obispo. Todos ellos, además, cuentan con trayectorias plagadas de publicaciones o destacan en los campos de la docencia, la investigación y la defensa del patrimonio.
El santistebeño Rafael Higueras Álamo, además de ocupar el segundo cargo más importante de la curia diocesana, se hizo cargo de la Iglesia jiennense, como administrador apostólico, entre 2004 y 2005, periodo de sede vacante entre el cese del fallecido arzobispo Santiago García Aracil al frente del Obispado de Jaén y hasta la consagración del burgalés y prelado conquense Ramón del Hoyo López como nuevo mitrado del mar de olivos.
La 'familia' jiennense del Santo Padre, esa —en la gran mayoría de los casos— remota 'parentela' que quienes calzan las sandalias del pescador tienen en cada puerto, se puede considerar 'numerosa' si se atiende a que a los cinco monseñores ya citados se suma uno más, Francisco Ponce Gallén, un navero cuyo trabajo en el Tribunal de la Rota lo hizo acreedor a los honores propios de los hombres más 'próximos' al Sumo Pontífice.
NOBLES PONTIFICIOS
Hasta que dejó de concederlos, los títulos nobiliarios que creaba el Vaticano eran disfrutados por sus poseedores de manera vitalicia, con lo que a su muerte no podían ser heredados por sus descendientes, en la gran mayoría de los casos.
De aquella facultad el único vestigio que subsiste tiene que ver con las órdenes militares, cuyos aspirantes pueden ser ennoblecidos por el Papa para recibir el hábito de caballero, verbigracia el Santo Sepulcro:
"Después de un largo proceso, el soberano pontífice, como jefe supremo de la orden y del Estado Vaticano, en ‘fons honorum’ concede la nobleza personal y suple así las posibles diferencias entre los hermanos de hábito”, explica Eduardo López Aranda, caballero desde el año 2018.
Por 'jaenizar' aún más el asunto, Torredonjimeno fue la cuna de uno de esos nobles que, a la hora de partir de este mundo, devolvieron a la Santa Sede el título que llevó durante décadas, el marquesado pontificio de Villalta, que León XIII concedió al tosiriano Antonio José Fernández de Villalta y Uribe (1837-1921), en 1886.
Abogado y senador con una dilatada trayectoria política, heredó de su hermano Manuel las entrañables termas de Jabalcuz, que a su muerte pasarían a manos de su hija María Teresa Fernández de Villalta y Coca, marquesa del Rincón de San Ildefonso por su matrimonio con José del Prado y Palacio, verdadero artífice de los planes más ambiciosos para el histórico paraje y sus aguas.
Como curiosidad cabe subrayar que en el palacio del marqués de Villalta, en el número 9 de la calle Llana, vivió el poeta Miguel Hernández en plena Guerra Civil y que, entre otras, la célebre fotografía en la que se ve al escritor junto a su mujer, Josefina Manresa, con una máquina de escribir, está tomada en la vieja terraza de este edificio.
El mismo en el que, durante décadas, los herederos del noble, los marqueses de Blanco Hermoso, conservaron colgada en la hermosa escalera del palacio la cruz de palosanto que Nuestro Padre Jesús carga cada Viernes Santo.
OTRAS DIGNIDADES
Para cerca, cerca del Papa, el cardenal arzobispo de Madrid, José Cobo Cano (Sabiote, 1965), que a cincuenta y tantos ya viste la púrpura. No ha sido el primer príncipe de la Iglesia de origen jaenés, ni seguramente sea el único, pero (como se dice cuando se habla en plata), lleva un carrerón que cualquiera sabe si no lo termina situando en los mismísimos apartamentos papales. Tiempo al tiempo.
Por continuar en la línea jaenera de este reportaje, no menos trascendental es la concesión de condecoraciones que pueden lucir en sus pechos algunos hijos del Santo Reino.
Medallas o encomiendas que convierten al condecorado en persona notable dentro de la gran familia de la Iglesia y que, normalmente, emanan de la propia decisión papal.
De toda la vida, la más prestigiosa distinción pontificia es la Orden Suprema de Cristo, del siglo XIV, reservada para jefes de Estado católicos. Por su parte, su coetánea Espuela de Oro lleva sin concederse la tira de tiempo y del XIX data la Orden de San Pío IX, algo más frecuente en las solapas de los fracs de diplomáticos y gente de alto rango.
La Orden de San Gregorio Magno está tan extendida que incluso la poseen rostros célebres del cine mundial, y la más moderna de todas (aunque hunde sus orígenes en tiempos inmemoriales) es la de San Silvestre, propia de artistas y creadores.
De italianísima denominación es la Medalla Benemerenti, que premia dilatados y probados servicios a la institución (marca, por ejemplo, los trienios de los agentes de la Guardia Suiza), pero si hay una medalla preciada es la Pro Ecclesia et Pontifice.
Nacida en 1888 por iniciativa de León XIII, es la más alta distinción que puede recibir un católico de a pie, un seglar, aunque también es posible contemplarla sobre la negrura de las sotanas.
Y Jaén sí que tiene mucho que decir a la vera de esta condecoración: tres comprovincianos, exdirector de Cáritas Diocesana, la pueden lucir en su pecho, a saber: Juan Carlos Escobedo Molinos (desde 2010), José María Cano Reverte (en 2014) Rafael López-Sidro Jiménez (2016).
LA MORENITA, ROSA DE ORO
No sería lógico concluir este repaso a lo más granado de Jaén (eclesiásticamente hablando) sin detenerse en la importancia de la Rosa de Oro, distinción papal originaria del siglo XI que, normalmente, está destinada para devociones marianas.
Si será exclusiva, que en toda España únicamente la luce a sus pies la Virgen de la Cabeza, La Morenita, hermanándose así con advocaciones tan universales como Fátima, la mexicana Guadalupe o Jasna Góra, ese icono polaco tan venerado por San Juan Pablo II.
Desde 2009 figura en el riquísimo ajuar de la Reina de Sierra Morena. El mejor de los epílogos, sin duda, para esta nómina de grandes de la sencillez: la otra familia de Su Santidad.
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