"Soy muy feliz en mi trabajo, me encanta, me vuelve loca"
Si hubiera que saber por la mirada el oficio que ejerce cada quien, la de Lucía de la Chica Reyes (Jaén, 1961) equivocaría hasta al más pintado, con esos ojos claros, serenos (como los del madrigal de Gutierre de Cetina) y vivísimos que se gasta esta conocida jiennense, capataz de los cementerios municipales de la capital desde 2008.
Nombre propio de una ensolerada dinastía de sepultureros y encantada con su profesión, dice que lo que de verdad la llena es ayudar a cumplir las últimas voluntades de la gente en esos momentos por los que nadie quiere pasar, pero de los que no hay quien se libre.
—Lucía, lo suyo es de familia, es usted el último eslabón de una antigua cadena funeraria, toda una vida trabajando en el cementerio...
—Toda la vida. Anteriormente estuvieron mi abuelo, su hijo y su yerno, luego mi padre, mi hermano, primos...
—Primero en el viejo, en San Eufrasio, ¿no?
—En el cementerio viejo, sí. A mi abuelo le dio el Ayuntamiento una casita justo enfrente, al lado de la ermita del Calvario. ¡Mi abuelo empezó a trabajar con Vegeto, después de la Guerra! Y la abuela cuidaba la ermita, la limpiaba.
—Su abuelo fue, entonces, el punto de partida.
—Mi abuelo, sí, que venía de Bedmar; allí, su familia era de 'enterraores' también. Empezó a trabajar en el cementerio viejo y nosotros vivíamos con ellos. Yo recuerdo de pequeñita que nos metíamos en el cementerio y nos bajábamos a jugar a la tierra y mi abuelo hacía un gesto muy gracioso, como si se quitara el cinto, y nos decía: "Tirar p'arriba", y subíamos aquello que nos las pelábamos.
—Vamos, que las secciones del cementerio han sido su patio particular.
—Sí.
—A estas alturas de la entrevista, recién comenzada, más de un lector sentirá ya reparo. Sin embargo, para usted ese ambiente ha sido natural, familiar...
—Algo normal, sin ningún problema nunca. Te voy a contar una anédota.
—Cuente, cuente.
—En la calle Betania (que vivía mi tío José, que era hijo de mi abuelo y ya trabajaba con él en el cementerio), estábamos celebrando la boda de mi otro tío, el hermano pequeño de mi padre, todos allí bailando, comiendo... ¡Y hay un accidente! Antes no iban ni funerario ni nadie, llamaban a los sepultureros. Los llamaron y se bajaron todos al cementerio viejo, que es donde estaba la sala de autopsias.
—Les dieron la boda, entonces...
—Me acuerdo de que estaban entonces todas las cruces [del viacrucis] y había una justo antes de empezar la cuesta. Los municipales echándonos a los chiquillos de allí, y me acuerdo de un coche rojo (eso lo tengo yo en la cabeza), con una señora rubia y su marido, que murieron los dos en el acto. Al hombre se vieron negros en poder sacarlo, porque se le quedó clavado el volante. Tuvieron que sacarlo con el asiento, no podían de otra manera. Y los llevaron a la sala de autopsias. Eso se me quedó grabado.
—Deme un momento que tome aire, Lucía, por favor, deje que me recomponga. ¡Ya está! Volvamos a la dinastía De la Chica: ¿cuándo se hizo sepulturero su padre?
—En el año 72, cuando empieza el cementerio este, el nuevo; tuvieron que hacer todos el examen, porque él era el único que sabía (tenía una caligrafía y una cabeza que eso era...); le ofrecieron bajarse aquí de conserje, pero nos pillaba muy retirado. Ahora lo vemos muy cerca, pero en el año 72 esto estaba muy a las afueras de Jaén y nosotros vivíamos ya en Peñamefécit, no teníamos coche y mi madre decía: "¿Cómo suben los chiquillos al colegio?".
—Un problemón, sí.
—Así que mi padre dijo que no cogía lo de conserje: "Me bajo de operario". Hizo los exámenes a todos (eso lo ha dicho él mil veces, porque los otros no sabían nada) y se bajó como sepulturero en agosto del 72, cuando esto se inauguró.
—Usted que ha conocido un viejo camposanto de San Eufrasio muy distinto al que se puede pasear ahora, ¿qué siente al verlo inactivo, ruinoso, en su estado actual?
—Me está afectando mucho; cuando voy y veo cómo está, me afecta. Es una cosa que tú has estado allí desde pequeña, que tiene tantísima importancia para todos (no ya solo Jaén, sino también la provincia, y hay muchísima gente que llama de fuera). Ahí, como decía mi padre, todos tenemos un trocito de nuestro cuerpo, nuestros seres queridos. Y luego, la historia que tiene.
—Se la sabrá de memoria, ¿verdad?
—Yo estoy haciendo un libro de historias de los cementerios, con todo lo que me contaban y lo que he vivido yo. Y es mucha la historia que tiene ese cementerio. La pena es que se está cayendo. Estos políticos que han estado ahora han arreglado tejados y calles, pero necesita mucho más.
—¿Cree que lo verá restaurado, recuperado?
—Yo quisiera. Me da que pensar, pero quisiera que se viera arreglado, por lo menos las zonas que siempre hemos proyectado arreglar. Todo lo que hay allí está hecho a mano; la gente que hay, tanto los altos como los bajillos; tenemos mucha historia allí, muchos condes, toreros, poetas, historiadores, de todo, y se está cayendo. Eso no lo podemos permitir.
—Eso de vivir, literalmente, en un cementerio no debe de ser apto para cualquiera. ¿Cómo lo ha llevado usted?
—Eso ya fue en el año 85; se jubiló Francisco, el que había allí, y se subió mi padre de conserje. Estuvo desde el 85 hasta el 2008, que se jubiló. Vivíamos en la casa, de hecho los muebles que todavía hay allí son de mis padres.
—¡Lo que los amantes de la parapsicología hubieran dado por nacer en su familia. Lucía! ¿Ha percibido algo extraño allí alguna vez, tuvo alguna experiencia inquietante en aquel viejo cementerio mientras vivió en la casa del conserje, o ahora en este de San Fernando donde trabaja?
—En el cementerio viejo hemos tenido experiencias, en casa, recién mudados mis padres: se nos rompían muchos platos, pero nunca ha pasado nada. Al principio de estar viviendo allí mi madre hacía su potaje, lo ponía en la mesa despacito y se hacía pedazos aquello. Y mi padre, que era muy cocinicas, hacía comidicas y les bajaba a los operarios y cuando llegaba con el plato, se reventaba. Mi sobrina, de hecho, vio allí tres caras de personas, mirándola. Hemos notado presencias, yo las he notado.
—Qué yuyu, Lucía. Le confieso que oírle contar estas cosas aquí, en las propias instalaciones del cementerio de San Fernando, convierten esta entrevista en la más inquietante que he hecho nunca. ¿Jamás ha sentido miedo?
—A mí no me daba miedo nunca, porque de hecho hemos estado en contacto siempre con apariciones.
—¿Cómo dice?
—Mi abuela me ha contado cosas de su pueblo que les pasaron, sí. Nunca hemos tenido ese miedo, mi padre decía: "Si alguien se tiene que aparecer, a ver si es verdad, que yo lo quiero ver". A lo mejor sentía presencias, pero nunca hemos tenido miedo.
—¿Desde cuándo trabaja usted en este sector, en qué momento convirtió el oficio de sus ancestros en su profesión?
—En 2008, cuando mi padre se jubila; yo estaba en el Ayuntamiento, saqué mi plaza de limpiadora hace cuarenta y un años, lo que pasa es que me liberé y me subí al Ayuntamiento. Mi padre, cuando se iba a jubilar, me dijo: "Luci, bájate a los cementerios, porque tú mejor que nadie los vas a llevar". ¡Si mi padre me preguntaba cosas a mí cuando estaba yo en el Ayuntamiento, estaba casi como secretaria suya [ríe]!
—Exactamente, ¿cuál es la denominación de su puesto? Sepulturera, operaria de cementerio...
—Yo tengo en el decreto lo mismo que hacía mi padre como capataz de los dos cementerios, bajé con las mismas condiciones.
—Capataz entonces.
—Capataz de los dos cementerios, exactamente.
—Líneas arriba habla usted de su abuelo, sus tíos, su padre, su hermano, sus primos... Parece que esto de la muerte ha sido un mundo de hombres. ¿Se ha sentido especialmente observada o incómoda en su trabajo alguna vez por este motivo?
—Siempre me he sentido normal; al revés, muy cómoda, nunca discriminada. Mi padre me presentó aquí como su sucesora y todos me acogieron, soy (entre comillas) la princesa entre todos ellos. Estoy muy bien desde primera hora.
—¿Cómo es un día normal de trabajo entre nichos y sepulturas, si es que aquí se puede utilizar el adjetivo 'normal'?
—¿En qué sentido?
—Se lo digo porque deben de vivirse situaciones extremas, y usted será testigo de ellas, emociones muy fuertes...
—Muy fuertes, sí. Pero yo, cuando salgo de aquí, me voy muy contenta. Creo que he venido a este mundo para seguir lo que mi padre dejó; todo el mundo me lo dice ahora: "¿Joaquín?, ¡no me digas que era tu padre!, ay madre mía, me hizo esto, lo otro...". Todo lo que él podía ayudar, lo hacía, y yo creo que continúo lo que él dejó, porque todo lo que esté en mis manos lo hago, las últimas voluntades de la gente se tienen que cumplir.
—A más de uno le puede parecer paradójica la pregunta pero, ¿es feliz en su trabajo?
—Estoy muy contenta y muy feliz; mi trabajo..., ¡vamos, me encanta!, ¿qué quieres que te diga?, yo me vuelvo loca. Se me deben días desde 2018, no cojo asuntos propios, y la pandemia aquí con los otros dos compañeros, ¡hemos tenido de vivencias montones!, y nosotros aquí, al pie del cañón.
—¿Feliz hasta el punto de que le gustaría que alguno de sus hijos continuara la dinastía sepulturera de los De la Chica, o no llega a tanto?
—Me encantaría. Tengo sobre todo una, la chica, que siempre está diciendo: "Ay, mami". Ella, cuando vivíamos en el cementerio viejo, se me perdía allí: "¿Dónde está mi María?".
—¿Y dónde estaba 'su' María?
—En la fosa de los fusilados, leyendo allí, muy tranquila. Me decía: "Mami, esto es una paz, esto es una alegría". Tan contenta ella; le encantaría seguir aquí, lo vive. Y me acuerdo ahora de una cosa de mi padre...
—No se lo calle, diga, diga.
—Nos salíamos a la puerta a cenar, a tomarnos una cerveza, como se hace en los pueblos, y a las doce de la noche les decía mi padre a los niños, a los nietos: "A ver quién tiene valor, al que baje al fondo del cementerio le voy a dar quinientas pesetas, y tenéis que entrar en una cripta", de no sé quién.
—¿Qué pasaba? ¿Todos quietos?
—Salían corriendo todos y se metían en la cripta, ¡vaya si bajaban, sin miedo! El miedo hay que tenérselo a los vivos, no a los muertos, como decía mi padre.
—Vamos terminando, que llega la hora de tocar la campana y no es cuestión de quedarse aquí dentro, encerrados, por mucho que usted tenga la llave. Línes arriba ha comentado que está escribiendo un libro sobre los dos cementerios, pero quienes la conocen bien saben que lo que a usted le encanta es escribir poesía. ¿Eso también es herencia de familia?
—No: mi padre me contaba cosas y yo luego las escribía a mi manera, pero en esto soy yo la primera. Tengo ya dos libros. Me da la inspiracion, me pongo a escribir y hasta que termino.
—Bécquer o Espronceda le envidiarían su puesto de trabajo, la posibilidad de ejercer de románticos en el propio cementerio. ¿Se nutre su poesía, también, de lo que siente aquí?
—Mi poesía va por otro lado, alguna que otra cosa he escrito aquí, pero es más de mis seres que ya se han ido, es más personal.
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